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La joven, que fue la primera en apearse, volvióse rápida para ofrecer atentamente la mano a su señorita de compañía. De lo cual dedujo el Sahib que tenía buen corazón y no era orgullosa. ¿Cómo nacen ciertas ideas? Como las sensaciones de las que muchas veces se derivan. Y, ¿no era natural que el forastero, al observar la evidente diversidad de condición de las dos mujeres, viese en aquel ademán afable una prueba del buen corazón de la muchacha?

Una ojeada de la rubita cambió inmediatamente el curso de sus pensamientos. Sentía cierta complacencia contemplando a aquella niña que ayudaba a su señorita de compañía a bajar del palanquín, pero esta alegría íntima trocóse en un sentimiento de vergüenza o más bien, si la expresión os parece exagerada en el caso presente, de confusión. La joven miró la carreta y lo que fue peor aún: estuvo tres minutos, contemplándola. Después, al volverse para entrar en la casa se encontró con aquel mocetón en traje de viaje, en el momento en que ponía el pie en el primer escalón. La proximidad entre dos cosas que, en verdad, no distaban seis metros una de otra y cuya presencia en aquel lugar proclamaba su afinidad, hizo que el Sahib se arrepintiese de haberse presentado en la residencia de Secanderabad con un vehículo tan poco decoroso. Siempre nos desagrada hacer mal papel ante una mujer hermosa aun cuando no nos conozca y pensemos, muy razonablemente, que no hemos de volver a verla en este mundo.

El cortés saludo que le hizo al pasar junto a ella resultó bastante desgarbado, cosa rara en un hombre que había merecido del portero de la Residencia británica el tratamiento de Su Gracia. Pero aquella carreta arrastrada por un par de bueyes, aquel traje desaliñado y lleno de polvo, y hasta su cara probablemente tiznada Dios sabe por qué, por una combinación naturalísima de sudor y de polvo, por ejemplo, no eran lo más a propósito para infundirle mucha serenidad. Siempre nos sucede lo mismo ante una muchacha bonita. Nos hallamos en un desierto y quisiéramos aparecer tan acicalados como si nos encontrásemos recién salidos de una peluquería en una calle de la ciudad en que tenemos nuestro domicilio legal. Suprimid la presencia de la mujer y nadie pensará en semejantes bobadas. ¿A qué perder el tiempo en ciertos atildamientos? No ya la compañía de nuestros semejantes, sino ni la soledad más completa y más grata merecería un sacrificio de tal naturaleza. Nada dice la Sagrada Escritura de que Adán, antes de la creación de la mujer, tuviera la costumbre de lavarse la cara.

 
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de A. J. Barrili

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