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Y acercándose al portero le preguntó en el inglés más puro de Piccadilly:

-¿Puedo hablar con sir Jorge Lawson?

-Su Honor no está visible -respondió secamente el veterano.

-¿Cuándo podré verle? Tengo que pedirle un salvoconducto...

-Ya no son horas de oficina -replicó el otro;- también ha salido el canciller, el señor Partridge. Puede venir Su Señoría mañana a las ocho.

El viajero permaneció pensativo unos momentos, como ante un inesperado contratiempo, pero acabó por adoptar la actitud del que se resigna ya que no puede hacer otra cosa..

-Está bien -dijo,- volveré mañana. Entretanto, haga el favor de entregar estas cartas a Su Honor... apenas esté visible para sus criados.

Al decir esto, sacó su cartera y de ella la carta de recomendación que para sir Jorge Lawson le había dado el gobernador de Bombay. Agregó a la misiva su tarjeta uno de cuyos ángulos dobló según costumbre, y entregó ambas cosas al portero.

El veterano echó una ojeada a la tarjeta que ostentaba el nombre, bastante largo, del visitante, bajo una corona ducal.

-Será complacido Su Gracia -respondió cuadrándose en la actitud de un soldado sin armas y llevándose la mano a la gorra.

Su Gracia puesto que así es preciso llamarle, dio media vuelta y se dirigió a la escalinata.

En aquel momento, se detenía ante la puerta un palanquín conducido por cuatro hombres vestidos de blanco. Apeáronse dos mujeres, jóvenes ambas, pero de muy diverso aspecto: una de tipo vulgar, nada linda sencillamente vestida y con trazas de señorita de compañía; la otra elegante, rubia de ojos azules, de tez blanca y rosa ligeramente dorada por los rayos del sol indio. Un vívido reflejo de oro realza la belleza de las rubias, y hasta la de las morenas, si me apuran. Aconsejo a todas las mujeres hermosas un viajecito a la India; volverán doradas.

 
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de A. J. Barrili

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