El duque de Marana apuesto caballero de treinta y seis años,
viajaba siempre así, llevando consigo, aunque se hallase en la cumbre del
Himalaya, cuanto se necesita para hacer una visita y asistir a un baile. Hombre
prevenido vale por dos, dice el refrán.
Puesto de veinticinco alfileres, el gallardo mozo cerró su
maleta dejándola al cuidado del kansama y salió del bungalow, muy
satisfecho porque podía renunciar a la comida de la casa de postas y más
satisfecho todavía porque iba a ver a la linda desconocida, que indudablemente
pertenecía a la familia de su huésped. En ninguna parte sabe mal un galanteo, y
menos en la India.
A la puerta del bungalow le esperaba un singular
encuentro. El palanquín era aquel del cual viera apearse una hora antes a la
rubita que, tan involuntariamente le había puesto de mal humor al sorprenderle
en flagrante delito de desaseo. Reconoció inmediatamente a los criados con sus
dutis blanquísimos ceñidos al talle, las cortinas blancas listadas de
azul, y la amplia caja del vehículo, en el que cabían cómodamente dos
personas.
¡Extraño caso el del duque de Marana! Pero, en la India todo es
un puro contraste: el cielo que no ofrece la gradación del crepúsculo entre el
día y la noche; el tigre que se introduce a veces en una ciudad sin que nadie le
moleste en las puertas; el boa que cruza majestuosamente la línea férrea; el
fanático que respeta a cuantos animales encuentra y procura estrangular a todos
los hombres que se atraviesan en su camino; la caverna que es templo; la
pirámide que es sepultura; el dios que se agarra una pierna y se chupa
tranquilamente el dedo gordo del pie, mientras os mira con dos ojazos enormes.
El duque, a quien en lo sucesivo no llamaremos el viajero, ni
Sahib, se acomodó voluptuosamente en las mullidas colchonetas del
palanquín y apoyó el codo en un almohadón de pluma del que ascendía hasta su
nariz un delicioso perfume de kiss-me-quick.
En los tiempos paganos, el peso de una diosa se advertía por el
olor de ambrosía que quedaba en el aire.
-No hay duda -pensó el duque,- volveré a ver a esa señora o
señorita. ¿Y luego? Pues nada: habrán recibido los ojos la parte que les
corresponde. En el país de las morenas no es de despreciar la vista de una rubia
¡caramba!