Un día que había mandado pedir rodeo a ese vecino, para ver si
apartaba los animales de su propiedad antes que se los comiese todos, le llamó
inmediatamente la atención al entrar entre la hacienda, un buey corneta
renegrido, metido entre ella. No tuvo la menor duda que fuera el famoso buey de
su marca que tan buenos y contundentes consejos le había dado; pero quedó muy
perplejo. ¿Lo llevaría, ya que era de su marca, o lo dejaría, no más, como
olvidado? Y pensándolo, se aproximó al animal, mirándole maquinalmente el anca.
Se quedó profundamente sorprendido: el buey llevaba, perfectamente pintada, la
marca de don Braulio.
Como quien no quiere la cosa, le dijo entonces a éste don
Cirilo:
-¡Qué lindo buey oscuro! Lástima que sea corneta.
-¡Hombre! -exclamó don Braulio-, me pasa con ese animal una
cosa singular. Lo he visto aparecer de repente en mi rodeo, sin poder averiguar
hasta el día de hoy, de dónde me sale ese buey con mi marca y mi señal, y sin
que me pueda acordar cuándo ni cómo lo habré perdido. No me acuerdo haber tenido
jamás un animal de esa laya.
Fingió admirarse don Cirilo, pero guardó para sí sus
reflexiones.
Como un mes después, ni quizá tanto, recibió de don Braulio un
chasque, avisándole que en su rodeo había una punta de animales que se habían
mixturado con los suyos y que haría bien de venirlos a apartar.
Si don Cirilo no hubiera visto el buey corneta en la hacienda
de don Braulio, quizá se hubiera muerto de admiración en presencia del caso tan
inaudito; ¡mire quién, para semejante aviso!, pero la presencia del buey corneta
en el campo de don Braulio todo se lo explicaba. «Le habrá sucedido lo mismo que
a mí -pensó-; y habrá tenido que acabar por rendirse.»