Tuvo a la fuerza que descansar unos cuantos días, durante los
cuales, más de una vez, pasó por su memoria la figura del buey corneta, enorme,
renegrido, con su mirada fatídica. Y como, justamente, mientras se estaba
acordando de él, le viniera el capataz a avisar que, desde dos días, faltaban
del campo, sin que se les pudiera encontrar en ninguna parte, unos caballos
ajenos que, desde mucho tiempo ya, se tenían para los trabajos más penosos, don
Cirilo no pudo dejar de exclamar que ya, para él, sin duda alguna, el buey era
algún mandado de Mandinga.
-De otro modo -dijo-, ¿cómo será que desde que anda por mi
campo, sin que se sepa de dónde ha salido, no se puede carnear a gusto ni
utilizar un ajeno?
Y entre sí resolvió que no pasarían muchos días sin que le
viera el cuero al revés al maldito animal, y esto, a pesar de ser de su
marca.
Mientras tanto, y como las malas mañas nunca se van así no más,
en un abrir y cerrar de ojos, ya que se le compuso la mano lo bastante para
poder trabajar, pensó en contraseñalar unas diez o doce ovejas ajenas que, desde
días atrás, andaban mixturadas con su majada. Eran de una vecina, viuda, con
bastantes hijos y comadre de don Cirilo: de una mujer que, si le hubiera pedido
cualquier servicio, se lo hubiera prestado, no sólo con gusto, sino hasta
sacrificándose, pero la tentación de apropiarse animales ajenos era para don
Cirilo tan fuerte, que ni en este caso la resistió.
Y mientras trataba de modificar artísticamente la señal de la
primera oveja que encontró a mano, se le resbaló el pie, no se sabe cómo; el
animal sacudió la cabeza y don Cirilo se plantó la punta del cuchillito de
señalar en la mano izquierda. Se levantó, echando pestes, y al aproximarse a la
puerta del corral para ir a las casas a hacerse curar la herida, casi tuvo, para
pasar, que hacer retirar al buey corneta, que, plácidamente, se rascaba la
paleta contra un poste.