De vuelta a las casas, despachó un chasque a su comadre,
avisándole que en su majada tenía algunas ovejas de ella; y pasaron días y días
sin que le viniera la idea -por lo menos al parecer- de carnear ningún animal
que no fuera de él. Durante todo este tiempo, dio la casualidad que ni una sola
vez se encontrara con el buey corneta, ni en el campo, ni en el rodeo. ¡Qué cosa
particular!, y aunque fuera suyo, no tenía gana alguna de volverlo a encontrar.
No le tenía miedo, por supuesto, pero se encontraba, como quien dice, más a
gusto sin él.
-Mejor, hombre, mejor; que no haces falta ninguna por aquí
-decía entre sí don Cirilo.
Pero una mañana que, justamente iba a acabarse la carne en
casa, como andaba cruzando por el campo en un fachinal espeso, salió disparando
delante de él una vaquillona gorda de la hacienda de su vecino don Braulio.
Desató el lazo, y apurando el caballo, ya la iba a alcanzar, cuando,
pesadamente, entre dos cortaderas, se levantó, como un monumento, el enorme buey
corneta, renegrido e impasible.
-¡Al diablo! -exclamó don Cirilo- con el intruso -y recogiendo
el lazo, se volvió para su casa. Nada dijo a nadie, pero desde ese día, nunca
permitió que se carnease sino de su marca, y aseguran que, desde entonces, no
volvió a ver al buey corneta en su campo.
Y pasaron así unos meses, firme don Cirilo en su buena
resolución, pero renegando siempre de los vecinos que seguían, ellos,
aprovechando las ocasiones. Particularmente, su antigua víctima, don Braulio,
quien parecía mantenerse únicamente de la hacienda de don Cirilo.