Echó pronto los puntos a una vaquillona gorda, en la cual ya,
dos o tres veces, se había fijado, y desprendiendo el lazo -pues le gustaba
operar él mismo-, la anduvo apurando con un peón para que saliera del rodeo. Ya
estaban en la orilla, cuando la vaquillona, dándose vuelta de repente, se vino a
arrimar al buey corneta que, lo más pacíficamente, estaba allí rumiando y
mirando con sus grandes ojos indiferentes y plácidos.
Al dar vuelta para seguirla, el caballo de don Cirilo resbaló y
pegó una costalada tan rápida, que, si no hubiera sido éste buen jinete, sale
seguramente apretado.
Volvió a montar y a perseguir; pero sólo fue después de unas
chambonadas, como nunca le había sucedido hacerlas, que logró enlazarla; y ya se
iba acercando el capataz para degollarla, cuando reventó el lazo, haciendo
bambolear el caballo, mientras que la vaquillona, muy fresca, se mandaba mudar
trotando, con la cola parada en señal de triunfo, llevándose la armada en las
aspitas, y la mitad del lazo a la rastra.
Derechito se fue, adonde estaba parado el buey corneta, como
para contarle las peripecias por que acababa de pasar, y el buey parecía
escucharla con interés, mirando con sus grandes ojos indiferentes por el lado de
don Cirilo, quien, apeado en medio de los peones, contemplaba con rabia los
restos de su lazo trenzado, sin poder explicar cómo se había podido cortar
semejante huasca con el esfuerzo de un animal tan pequeño.
Renunció por ese día a carnear la vaquillona, y volviendo a las
casas, entró en el corral de las ovejas, las que todavía no se habían soltado
por el mucho rocío; arrinconó la majada en una esquina del corral, y con el
cinchón quiso enlazar un animal cuya señal cantaba claramente que era de un
vecino. Pero era día de tan mala suerte, que el cinchón, no se sabe cómo, detuvo
por el pescuezo un capón de propiedad del mismo don Cirilo, mientras el otro
disparaba brincando.