No dijo nada don Cirilo, pero miró al buey como para matarlo
con los ojos.
Y con todo, no se atrevió a dar orden de carnearlo; y, cosa
quizá más rara, durante ocho días, pareció no acordarse que hubiera ajenos en el
rodeo y en la majada, y mandó carnear de la marca del establecimiento. El
capataz y los peones extrañaban, por supuesto, pero no tanto como se hubiera
podido creer, porque también ellos le tenían singular recelo al corneta
negro.
La carne le pareció algo dura a don Cirilo durante una
temporada, y vigiló -lo que antes nunca había soñado en hacer-, que su señora no
la dejase malgastar en la cocina, lo que le valió el excelente resultado de
acostumbrarla a evitar desde entonces todo derroche.
No hubiera sido muy prudente, en esos días, de parte del
capataz, el pedirle huascas nuevas, pues lo mismo que la carne, parecía que los
cueros hubieran tomado un valor extraordinario.
Cuando se le hubo sanado la herida, y pudo volver al rodeo, lo
primero que buscó fue, por supuesto, al buey corneta; pero tuvo, para verlo, que
mirar lejos en el campo. Andaba solo entre las pajas y parecía tener pocas ganas
de acercarse.
Don Cirilo lo contempló largo rato, y el fruto de sus
reflexiones fue, sin duda, que, estando tan retirado el testigo indiscreto de
sus hazañas, se podía, sin inconveniente, carnear algún ajeno, pues empezó a
buscar la presilla del lazo. No la pudo desprender; parecía endurecido el cuero,
y ya, mirándolo con sus grandes ojos indiferentes, estaba a su lado el buey
corneta.
-¡Brujo maldito! -rezongó don Cirilo; pero enlazó una vaca
vieja de su marca.