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Para desquitarse, don Cirilo cortó el cuero de la vaquillona, y aunque fuera algo delgado, pudo sacar de él muchos cabestros buenos, que hacían justamente mucha falta en la estancia. Pero salió tan fofo el cuero, que bastaba que se atase un caballo con uno de los dichosos cabestros para que lo cortase y se mandase mudar; y costó esto tres o cuatro recados, desparramados entre los cañadones por caballos que dispararon ensillados. Iba saliendo cara la vaquillona

El buey corneta, él, seguía comiendo con precaución alrededor de las casas las alcachofas espinosas de los cardos de Castilla, mirando con sus grandes ojos indiferentes a don Cirilo, cada vez que con él se encontraba.

Una mañana de neblina cerrada, que don Cirilo había salido solo, no se sabe a qué diligencia misteriosa, de repente dio con el buey corneta. Entre la espesa gasa de la cerrazón, le pareció enorme el animal; y su silenciosa masa, sus grandes ojos indiferentes clavados en los suyos, hicieron sobre don Cirilo, emparedado a solas con él entre la flotante humedad de la neblina, una impresión de tan invencible inquietud, casi de terror, que por poco le hubiera dado explicaciones, como a un juez, para excusarse, y demostrarle que tampoco los vecinos eran santos, pues a menudo le pegaban malones, comiéndole las mejores vacas y los capones más gordos.

Al tranco, pasó cerca del buey corneta, sin que éste se moviera ni dejara de mirarlo con sus ojos, que, de grandes, parecían los de la conciencia; hasta que, enojándose contra sí mismo, contra el buey, y contra las ideas locas que éste le había hecho brotar en la cabeza, quiso don Cirilo emprender otra vez la carrera hacia el punto de cita que había indicado a su gente para llevar a cabo la diligencia misteriosa a que iba. Pero en este momento, el caballo hundió la mano de modo tan terrible en una cueva de peludo, que antes que pudiera pensarlo estaba tendido en el suelo don Cirilo, como cualquier maturrango, y con la muñeca recalcada.

 
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