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Don Cirilo, ya disgustado por demás, se contentó con lo que, sin querer, había agarrado, y sacando afuera del corral el capón de su señal, lo degolló, renegando.

Al levantar la cabeza, vio a cien metros de él al buey corneta, que, mirándolo con sus grandes ojos indiferentes, comía, con mil precauciones para no pincharse, y con toda la atención de un goloso que prueba un bocado elegido, la alcachofa de uno de los pocos cardos de Castilla que, todavía escasos, crecían cerca de las poblaciones.

Don Cirilo, al ver el animal, volvió a pensar que presentaba éste un caso singular de vuelta a la querencia, sobre todo, que, estando gordo, y siendo, como parecía, muy manso, era extraordinario que no hubiese encontrado por allá quien lo aprovechase para toda una rica serie de pucheros. Pero de ahí no pasó en sus reflexiones, y se fue para su casa, dejando que los peones desollasen la res sacrificada.

Al día siguiente, don Cirilo, apenas en el rodeo, vio, detrás del buey corneta, la vaquillona que le había valido una rodada y la pérdida de un lazo.

No tuvo necesidad esa vez de echarla del rodeo para poderla enlazar, pues ella le ganó el tirón, y mientras el buey corneta miraba a don Cirilo con sus grandes ojos plácidos, éste echó a correr con dos peones para alcanzarla. Pero el animal parecía galgo; en su vida don Cirilo había visto disparar tan ligero, correr tanto tiempo y dar tantas vueltas, ningún animal vacuno; sin contar que ya que iba cerniéndose en su cabeza la armada traidora, como relámpago, daba media vuelta, cayendo el lazo en el vacío, o bien se paraba de golpe, dejando que pasase por delante. Nunca, ninguno de los gauchos allí presentes había visto cosa igual, y no dejaba de empezar a cundir entre ellos cierta sospecha que les hacía a veces errar el tiro adrede. Don Cirilo, sin embargo, acabó por meterle lazo, y la pudieron degollar. Pero era carne tan cansada, que durante cuatro días todo el personal de la estancia -menos un peón viejo que prefirió no comer más que galleta- y toda la familia de don Cirilo, incluso él por supuesto, que había comido más que ninguno, todos anduvieron enfermísimos y como envenenados.

 
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de Godofredo Daireaux

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