-¡Maldito sea! -murmuró-. ¿Qué
quiere?
No parecía querer nada más que un alrna.
Byring apartó los ojos y empezó a canturrear,
pero se detuvo en un compás para mirar al muerto.
Su presencia lo turbaba, aunque hubiese sido difícil
tener un vecino más tranquilo. Además, lo invadía una
emoción vaga, indefinible, completamente nueva para él. No era
temor. Era, más bien, el sentímiento de lo sobrenatural... Y en lo
sobrenatural no creía para nada.
-Debo haberlo heredado -se dijo-. Seu necesitarán mil
años, supongo, acaso diez mil, para que la humanidad consiga librarse de
un sentimiento como este. ¿Dónde y cuándo pudo nacer?
Probablemente, en eso que se llama la cuna de la raza humana: las llanuras del
Asia Central. Nuestros bárbaros antepasados nos han legado en forma de
superstición lo que fue para ellos una convicción razonable. Se
creían justificados, sin duda, por hechos cuya natualeza no podemos
siquiera conjeturar y que les permitía ver en los cadáveres a
seres malignos, dotados de una extraña y eficaz perversidad, tal vez con
la voluntad y la intención de ejercerla. Era, quizá, una de las
doctrinas esenciales de su atroz religión, asiduamente enseñada
por sus sacerdotes, de igual modo que los nuestros predican la inmoralidad del
alma. A medida que los arios se desplazaron hacia el oeste, a través de
los Cáucasos, y se esparcieron por Europa, nuevas formas de vida debieron
dar por resultado nuevas religiones. La antigua creencia en la malignidad de los
muertos ha desaparecido de su fe, pero ha dejado su herencia de espanto que nos
ha sido transmitida de geneación en generación... y que forma
parte de nosotros mismos a igual título que nuestra sangre y nuestros
huesos.