Aunque rodeado de amigos armados y alertas, Byring se
sentía absolutamente solo. Abandonado a la influencia solemne y
misteriosa del momento y del lugar, había olvidado la naturaleza del
vínculo que lo unía a las faces de la noche, a sus aspectos
visibles y audibles. El bosque era ilimitado; no existían los hombres y
las habitaciones de los hombres. El universo era un misterio primitivo de
tinieblas, informe, vacío, y él era el único en preguntarle
calladamente su eterno secreto. Absorto en los pensamientos nacidos de aquel
estado de ánimo, había dejado que el tiempo huyera sin prestarle
atención. Mientras tanto, los pocos charcos de luz blanca esparcidos en
la maleza habían cambiado de tamaño, de aspecto, de lugar. En
medio de uno de ellos, muy cerca, justo al borde del camino, su mirada
cayó sobre algo que no había observado antes. Estaba allí,
casi frente a él, pero hubiese jurado que minutos antes no estaba. Era
una silueta humana, acostada, en parte cubierta por la sombra. Instintivamente,
se ajustó el cinturón y tomó el revólver:
pertenecía de nuevo al mundo de la guerra, de nuevo tenía que
ejercer su oficio de asesino.
La silueta yacente no se movía. Byring se
levantó, revólver en mano. Se acercó. El cuerpo descansaba
sobre la espalda; la cabeza y el pecho no estaban iluminados, pero Byring,
mirando atentamente, vio que se hallaba en presencia de un cadáver. Se
volvió, estremeciéndose, con una sensación de malestar y de
asco. Después, sentándose nuevamente en el tronco y olvidando toda
prudencia militar, encendió un cigarro. La súbita oscuridad que
siguió a la extinción de la llama le causó alivio: ya no
podía ver el objeto de su odio. Sin embargo, mantuvo los ojos fijos en su
dirección hasta que se le pareció de nuevo con creciente nitidez.
Parecía haberse acercado un poco.