Era un lugar bastante tranquilo: la encrucijada de un viejo
camino forestal, en cuyos dos brazos, que se prolongaban sinuosamente bajo la
pálida claridad de la luna, montaban guardia los sargentos a pocos pasos
detrás de la línea. Si un ataque brusco del enemigo los obligaba a
retroceder velozmente -y no se espera que los piquetes de avanzada resistan
después de haber hecho fuego- los hombres tomarían las rutas
convergentes y las seguirían hasta la encrucijada del camino donde se
podrían reunir y formar de nuevo. Dentro de su humilde esfera, el
teniente se mostraba bastante buen estratego; si Napoleón hubiera
concebido un plan tan inteligente en Waterloo, habría ganado la batalla y
solo después hubiera sido destronado.
El subteniente Brainerd Byring era un valiente y competente
oficial, a pesar de su juventud y de su relativa falta de experiencia en el arte
de matar a sus semejantes. Se había alistado como simple soldado en los
primeros días de la guerra, sin tener el menor conocimiento del oficio
militar; nombrado al principio sargento de su compañía, gracias a
su educación y a sus modales seductores, tuvo la suerte de que una bala
de los confederados matara a su capitán: las promociones subsiguientes le
valieron su ascenso. Había participado en los combates de Philippi, Rich
Mountain, Carrik's Ford y Greenbrier, y se había comportado con tanto
denuedo que no pudo menos de atraer la atención de sus oficiales
superiores. Le agradaba la exaltación de la batalla, pero el
espectáculo de los muertos, con sus caras de arcilla, sus ojos ausentes,
sus cuerpos rígidos, monstruosamente arrugados o hinchados, le
había producido siempre un efecto intolerable.