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Se levantó para irse. Después recordó haberle dicho a sus hombres que aguardaban la hora del relevo -a los soldados apostados adelante y al oficial detrás- que fuera cuando fuese podían encontrarlo en la encrucijada del camino. Si abandonaba su puesto, podían suponer que había tenido miedo del cadáver. No era un cobarde, y no quería ponerse en ridículo ante nadie. Se sentó una vez más, y para probar su valentía miró audazmente al muerto. El brazo derecho -el más distante- se hallaba ahora en la sombra. Apenas podía distinguir la mano que, como antes observó, yacía junto al grupo de laureles. No había el menor cambio en su aspecto, y eso le dio cierta satisfacción, no hubiera podido decir por qué. No apartó los ojos en seguida: lo que no queremos ver ejerce sobre nosotros un extraño poder de fascinación, a veces irresistible. Las personas ingeniosas se muestran injustas con la mujer que se cubre los ojos con las manos y mira entre los dedos.

Bruscamente, tuvo conciencia de un dolor en la mano derecha. Desvió los ojos de su enemigo para mirársela: apretaba con tanta fuerza la empuñadura del sable que le hacía daño. Observó también que estaba inclinado hacia adelante, los músculos tensos, replegados sobre sí, como un gladiador pronto a saltar al cuello de su adversario. Apretaba los dientes y respiraba con fuerza. De inmediato volvió en sí, relajó los músculos, aspiró profundamente el aire, y entonces percibió todo el ridículo del incidente. Se echó a reír. ¡Cielos! ¿Qué ruido era ese? ¿Qué despreocupado demonio se abandonaba a un perverso júbilo haciendo mofa de la alegría humana? De un brinco se puso de pie y miró a su alrededor: no reconocía su propia risa.

 
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Un jinete por el cielo de Ambrose Gwinett Bierce   Un jinete por el cielo
de Ambrose Gwinett Bierce

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