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Le inspiraba una especie de antipatía irrazonada, todavía más fuerte que esa repugnancia física y mental común a todos los hombres; sin duda, a causa de su sensibilidad extraordinariamente viva, de su intenso sentido de la belleza, ultrajada por aquellos odiosos cadáveres. Sea como fuere, no podía mirar un cadáver sin un asco en que entraba cierto resentimiento. La dignidad de la muerte, que otras personas respetan, le parecía inconcebible... La muerte merecía odiarse. No era pintoresca, ni había en ella nada tierno ni solemne; era lúgubre, horrible, en todas sus manifestaciones y sugestiones. Quizá el teniente Byring, fuera un hombre más vaIeroso de lo que sus compañeros imaginaban, porque nadie imaginaba su horror hacia aquello que estaba dispuesto a sobrellevar en cualquier instante. Después de haber apostado a. sus hombres, instruido a sus sargentos y de haberse retirado a su puesto, se sentó en. el tronco de un árbol. Allí, con todos los sentidos en acecho, empezó su vigilia. Para estar más cómodo, se aflojó el cinturón, sacó el pesado revólver de su cartuchera y lo colocó sobre un tronco. Sí, estaba realmente cómodo, aunque no se diera cuenta de ello porque escuchaba atentamente para distinguir el menor ruido amenazador: Un grito, un disparo, los pasos de alguno de sus sargentos que viniera a informarlo de una noticia importante. Del vasto, invisible océano de claridad lunar, acá y allá caía un hilo de luz rota que salpicaba las ramas y se escurría hasta la tierra formando pequeños charcos blancos entre los grupos de laureles. Pero esos escasos resplandores no hacían sino acentuar las tinieblas circundantes, que la imaginación de Byring poblaba de figuras extrañas, amenazadoras, sobrenaturales, o meramente grotescas.

 
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Un jinete por el cielo de Ambrose Gwinett Bierce   Un jinete por el cielo
de Ambrose Gwinett Bierce

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