-Oiga -le dice muy quedo-, aún no nos ha contado nada de la madre.
El director sube unos cuantos peldaños más y contesta con voz velada:
-Hasta ahora se ha negado a decir su nombre y el de su tierra. La llamamos el número cuarenta y siete.
-Pero, ¿está usted seguro de que consentirá?
El director la mira con una sonrisa de satisfacción.
-Creo tener cierta práctica para juzgar a esta clase de mujeres -replica moviendo la cabeza-; si no me equivoco, ésta es la más infeliz de todas. Pero ahora lo veremos por nosotros mismos.
Continúa andando y guía al
matrimonio por un obscuro corredor, pasando ante una serie de puertas numeradas.
Al detenerse, abre una puerta y dice alzando la voz más de lo
necesario:
-Podemos echar una miradíta a esta sala.
Hace entrar primero a los forasteros. Hasta
ellos llega un extraño olor penetrante y nauseabundo. La estancia
está sumida en la penumbra porque mira a poniente. Lo primero que se
percibe son las dos hileras de camas con las cabeceras contra las paredes
laterales; luego se distinguen dos hileras de ojos y de rostros que se vuelven
hacia los que entran. Tres niños lloran al mismo tiempo y las madres los
acallan. Ahora se puede ver que algunas están sentadas en la cama, que
otras dan el pecho a los pequeñuelos y que muchas dormitan,
pálidas, aniquiladas, por los recientes sufrimientos. En la cama
más próxima hay una mujer que se ha endosado su vestido encima de
la camisa de dormir, y que se incorpora cuando llegan los visitantes.