Y, mientras tanto, los calafates, brocha en mano, pinta que pinta. El Socarrao se desfiguraba como un burro de gitano. Con cuatro brochazos fue borrado el nombre de popa y de los folios de los costados, de esos malditos letreros, que son la cédula de toda embarcación, no quedó ni rastro.
El cañonero echó anclas al mismo tiempo que desaparecían en la entrada del pueblo los últimos despojos de la barca. Yo me quedé en este sitio queriendo verlo todo, y para mayor disimulo ayudaba a unos amigos que echaban al mar una lancha de pesca.
El cañonero envió un bote armado y saltaron a tierra no sé cuántos hombres con fusil y bayoneta. El contramaestre, que iba al frente, juraba furioso mirando El Socarrao y a los carabineros, que se habían apoderado de él.
Todo el vecindario de Torresalinas se reía a aquellas horas, celebrando el chasco, y aún hubiera reído más viendo, como yo, la cara que ponía aquella gente al encontrar por todo cargamento unos cuantos bultos de tabaco malo.
-¿Y qué pasó
después? -pregunté al viejo-. ¿No castigaron a nadie?
-¿A quién? Únicamente
podían castigar al pobre Socarrao, que quedó prisionero. Se ensució mucha papel, y medio pueblo fué a declarar; pero nadie sabía nada. ¿De qué matrícula era el barco? Silencio; nadie le había visto los folios. ¿Quiénes lo tripulaban? Unos hombres que al varar habían echado a correr tierra adentro. Y nadie sabía más.
-¿Y el cargamento? -dije yo.