El patrón manejaba la barra con el cuidado de quien tiene toda su fortuna pendiente de una mala virada. Una nubecilla blanca se desprendió del vapor u oímos el estampido de un cañonazo.
Como no vimos la bala, comenzamos a reír satisfechos y hasta orgullosos de que nos avisasen tan ruidosamente.
Otro cañonazo; pero esta vez con malicia. Nos pareció que un gran pájaro estaba silbando sobre la barca, y la entena se vino abajo con el cordaje roto y la vela desgarrada. Nos habían desarbolado, y al caer el aparejo le rompió una pierna a un muchacho de la tripulación.
Confieso que temblamos un poco. Nos
veíamos cogidos, y, ¡qué demonio!, ir a la cárcel como un ladrón por ganar el pan de la familia, es algo más temible que una noche de tormenta. Pero el patrón de El Socarrao es hombre que vale tanto como su barca: «Chicos, eso no es nada. Sacad la vela nueva. Si sois listos, no os cogerán.»
No hablaba a sordos, y como listos, no
había más que pedirnos. El pobre compañero se revolvía como una lagartija, tendido en la proa, tentándose la pierna rota, lanzando alaridos y pidiendo por todos los santos un trago de agua. ¡Para contemplaciones estaba el tiempo! Nosotros fingíamos no oírle, atentos únicamente a nuestra faena, reparando el cordaje y atando a la entena la vela de repuesto, que izamos a los diez minutos.
El patrón cambió el rumbo. Era inútil resistir en la mar a aquel enemigo, que andaba con humo y escupía balas. ¡A tierra, y que fuese lo que Dios quisiera!
Estábamos frente a Torresalinas.
Todos éramos de aquí y contábamos con los amigos. El cañonero, viéndonos con rumbo a tierra, no disparó más. Nos tenía cogidos, y, seguro de su triunfo, ya no extremaba la marcha. La gente que estaba en la playa no tardó en vernos, y la noticia circuló por todo el pueblo. ¡El Socarrao venía perseguido por un cañonero!