Había que ver lo que
ocurrió. Una verdadera revolución: créame usted, caballero. Medio pueblo era pariente nuestro, y los demás comían más o menos directamente del negocio. Esta playa parecía un hormiguero. Hombres, mujeres y chiquillos nos seguían con mirada ansiosa, lanzando gritos de satisfacción al ver cómo nuestra barca, haciendo un último esfuerzo, se adelantaba cada vez más a su perseguidor, llevándole una media hora de ventaja.
Hasta el alcalde estaba aquí para
servir en lo que fuera bueno. Y los carabineros, excelentes muchachos que viven entre nosotros y son casi de la familia, hacíanse a un lado, comprendiendo la situación y no queriendo perder a unos pobres. «¡A tierra, muchachos! -gritaba nuestro patrón-. Vamos a embarrancar. Lo que importa es poner en salvo fardos y personas. El Socarrao ya sabrá salir de este mal paso.»
Y, sin plegar casi el trapo, embestimos la
playa, clavando la proa en la arena. ¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me parece un sueño cuando lo recuerdo: Todo el pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto: los chicuelos se deslizaban como ratas en la cala. «¡Aprisa! ¡Aprisa! ¡Qué vienen los del Gobierno!»
Los fardos saltaban de la cubierta:
caían en el agua, donde los recogían los hombres descalzos y las mujeres con la falda entre las piernas; unos desaparecían por aquí, otros se iban por allá; fue aquello visto y no visto, y en poco rato desapareció el cargamento, como si se lo hubiera tragado la arena. Una oleada de tabaco inundaba a Torresalinas, filtrándose en todas las casas.