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Una rozadura del reig bastó para arrancarle dos patas a una langosta, y la pobrecita, apoyada en un salmonete que se prestaba a ser su procurador, emprendió la marcha hacia las Columbretas para pedir justicia y venganza a algún tiburón de los que rondan aquellas islas.

Dos alegres delfines, que estaban acabando de merendarse un atún putrefacto, levantaban sus morros de cerdo y se burlaban de su amigote, gritando:

-¡A ése, a ése, que está loco!

Y decían verdad: si no estaba loco, poco le faltaba. Aquella maldita risita del esparrelló la tenía siempre en los oídos, y el pobre animal corría y corría, espoleado por la vergüenza de ser vencido. Por fortuna, en el verdoso y confuso horizonte comenzaron a marcarse las masas negras de las estribaciones submarinas del cabo, con sus profundas cuevas, donde las señoras del golfo en estado interesante iban a depositar sobre el tapiz de hierba fina sus innumerables huevos.

El jadeante reig, que no podía ya con su alma, llegó junto a las rocas, y dijo con angustioso ronquido:

-Ya llegué.

Pero la vocecilla cargante contestó con timbre de falsete:

-Yo, primero.

El muy granuja acababa de saltar desde el interior de la agalla y se pavoneaba ante el hocico del cansado reig, como si hubiera llegado mucho antes.

El sencillo animalote no sabía qué hacer. Sintió tentaciones de darle un trompis al insolente bicho que lo convirtiese en papilla; pero, encorvándose, se llevó varias veces la cola entre los ojos y se rascó con expresión reflexiva.

 
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La apuesta del Esparrelló de Vicente Blasco Ibáñez   La apuesta del Esparrelló
de Vicente Blasco Ibáñez

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