Tan graciosa era la afirmación del petulante pececillo, que el reig se revolcaba con convulsiones de risa, y sus carcajadas, sonoras como ronquidos, hacían hervir el agua.
-Calla, condenado, que el Toto debe de andar por arriba.
La advertencia devolvió al reig su seriedad; pero le cargaba que aquel bicho insignificante sacara a colación a cada momento el nombre del pescador, y quiso vengarse.
-¿Que tú corres más?
-dijo con su expresión de jaque testarudo-. Eso pronto se verá.
Hagamos una apuesta: a ver quién llega antes al cabo de San Antonio.
Apostaremos..., ¡vaya!, ya está. Si yo llego antes, te
dejarás comer en castigo a tu fanfarronería, y si quedo rezagado,
te protegeré siempre y seré tu siervo. ¿Conviene,
chiquitín?
¡Pobre esparrelló! Le
temblaban todas las escamas al verse metido en porfía con tan peligroso bruto; pero, entre ser devorado al momento o de allí a pocas horas, optó por lo último.
-Conforme, grandullón -contestó con risita forzada-. Cuando quieras, empezaremos.
-Vamos a las aguas verdes, que esto está turbio.
Y lentamente, moviendo con indolencia la cola, como dos buenos amigos que salen a tomar el fresco, el reig y el esparrelló llegaron al sitio donde se aclaraban las aguas con un dulce tono de esmeralda líquida.
El gigante dió unos cuantos coletazos alegres, roncó, haciendo hervir el agua con sonoras burbujas, y se puso en facha para correr.
-Mira, chiquitín: sé que te quedarás atrás; pero no pienses en huir, porque te buscaría por todo el golfo. Aunque grandote, no soy tan bruto como crees.
-Menos palabras, y al avío.