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El reig se amoscó al ver que tomaban a broma su prudencia, y avanzando el cuerpo hacia el diminuto bicho quiso reconocerle en la semioscuridad.

-¿Eres tú, granuja? Tú acabarás mal; y si no fuera porque me tacharían de ingrato, lo que no corresponde a una persona de mi edad y mi peso, ahora mismo te tragaba. ¿Crees tú, mocoso, que me dan miedo todos esos pelambres que vienen a buscarnos en el fondo de las aguas? Soy demasiado guapo para dejarme coger. Pregúntale a ese Toto, de quien hablas, cuántas veces de una morrá le he roto el bolichó de cuerdas. Si repito muchas veces la fiesta, le arruino. Pero tengo conciencia; antes que hacer daño a un padre de familia prefiero huir a tiempo, y me va tan ricamente con este sistema, que mientras los de mi familia han ido a morir, faltos de respiración, en la playa, yo escapo siempre, y aquí me han de caer las escamas de puro viejo.

-Lo mismo soy yo -dijo con petulancia el pececillo-; los míos se han dejado arrastrar; pero a mí no me falta ligereza, y aquí estoy. Es gran cosa el ser pequeño.

-Quita allá, bicho ruin. Lo que vale es ser grande como yo, con más fuerzas que un caballo y capaz de llevarse por delante de un empujón todas las redes de esos pelagatos.

Y para demostrar su fuerza, en menos de un segundo dió dos o tres coletazos, con la aviesa intención de pillar desprevenido al esparrelló, y con tanto empuje, que si lo alcanza lo revienta.

Pero el granuja se echó a un lado oportunamente, amoscado por tan villanas caricias.

-Fuerte, sí que lo eres; convenido. Si no salto, me partes, y eso no está bien entre personas decentes, que deben ser agradecidas. Pero, en cambio, soy más ligero: corro más que tú. Mira, cómo tu cola no me alcanza.

-¿Tú correr más?... ¡Jo, jo, jo!

 
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La apuesta del Esparrelló de Vicente Blasco Ibáñez   La apuesta del Esparrelló
de Vicente Blasco Ibáñez

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