Y el buen viejo, siempre en cuclillas, sin soltar la pipa, comenzó a contarme un sucedido con su seriedad de lobo de playa, en un valenciano pintoresco, cuyas palabras silbaban al pasar por entre las desdentadas encías.
También aquel día
había crecido el río, y cerca de la orilla resbalaba el bolichó traidoramente por entre las turbias olas, arrastrando hacia la arena seca a los incautos peces, atraídos por la frescura del agua dulce y sucia.
El esparrelló del cuento, panzudo,
pequeñito y vivaracho. Un pilluelo que correteaba por los escondrijos y rincones del golfo con grave disgusto de su familia, acababa de ver caer a todos los suyos entre las mallas de una red. Se salvó él por ligereza, y como era un perdis y los sentimientos de familia no están muy arraigados en su especie, sólo se le ocurrió huir mar adentro, moviendo graciosamente la colita, como si quisiera decir:
-Sálveme yo y perezca la familia; mejor es el agua turbia que el aceite de la sartén.
Pero cerca de la entrada del puerto oyó un poderoso ronquido que conmovía las aguas, como si el suelo del mar se estuviera desgarrando.
El esparrelló dejóse caer en
línea recta, y en una hondonada abierta, por las dragas en el fango, vió tumbado como un canónigo a un reig corpulento, que por lo menos pesaba cuatro arrobas; un animalote insolente y matón que cobraba el barato en todo el golfo, y apenas movía una agalla hacía temblar a todo el escamado enjambre.
Vaya un modo de dormir. Cansado de las aguas verdes y tranquilas cargadas de calor y de luz, le placía la frescura y la semioscuridad del barro líquido que arrastraba el río, y roncaba como si estuviera en una alcoba con las cortinas corridas.