-¿Va ya, chiquillo?
-Cuando quieras.
-Pues ¡va!
¡Caballeros, y qué modo de
correr! Aquel reig era una tempestad. Al primer coletazo salió como un rayo, envuelto en espuma, moviendo un estrépito de todos los demonios. Tan ciego iba, que casi se estrelló los morros contra la proa de una fragata inglesa cargada de guano que había naufragado veinte años antes y estaba hundida en la arena, como una carroña carcomida por los miles de pececillos que se albergaban en su vientre.
Pasó adelante sin sentir el encontronazo, jadeante, enfurecido, moviendo a un tiempo cola, aletas y agallas, de un modo vertiginoso, con un ruido y un hervor que conmovía todo el golfo.
¿Y el esparrelló?
¡Pobrecito! Quiso seguir a su corpulento enemigo; pero el hervor de la espuma lo cegaba, la violenta ondulación producida por cada coletazo del reig le hacía perder camino, y a los pocos minutos se sentía rendido por una carrera tan loca.
Pero el animalito panzudo era un costal de
malicias. Esforzándose, llegó hasta cabeza del reig, y, fijándose en las grandes agallas que se abrían y cerraban con movimiento automático, hizo una graciosa evolución y se coló por una de ellas.
No se estaba mal allí. Viajar gratis, a doble velocidad y acostadito en aquel nido forrado de suave escarlata, era una dicha.
-¡Je, je, je! -reía socarronamente el pececillo, sacando la cabeza por la ventana de su guarida.
Y el reig daba un salto, murmurando:
-Ese bicho ruin me da alcance. Oigo su risita burlona. Corramos, corramos.