¡Cristo! Aquello asustaba a Nelet más que los municipales, y emprendió la vuelta hacia la cocina.
En fin: que su primera visita le hizo experimentar la satisfacción del que se halla establecido y cuenta con clientela.
Entraba por las mañanas en la ciudad, tomando al paso lo que buenamente encontraba, en las calles, y recto a aquel caserón, donde se colaba como si fuese un inquilino.
La bruja de la portería se guardaba ahora su escoba, y hasta le protegía, recomendándolo a las criadas de los otros pisos, y en el principal tenía a la churra, que siempre encontraba e no los rincones de la despensa algo sobrante, que antes era para los gatos y ahora se tragaba Nelet.
¡Qué mañanas aquellas! Llegaba cuando la casa estaba en el revoltijo del despertar.
Los escribientes, en el despacho, se
frotaban las manos, preparándose a agarrar las plumas y ensuciar papel de oficio; la churra, por allá dentro, levantaba camas, dando furiosas bofetadas a los colchones, y Marieta, de trapillo, con la cabeza espeluznada y una faldilla a media pierna, arañaba los pasillos con la escoba para dar gusto al papá, que quería una chica «muy mujer de su casa».
Y en el comedor encontraba a don Esteban, el terrible escribano, imagen para Nelet de la Justicia, que puede pegar y meter en la cárcel, sentado ante el humeante chocolate, con las gafas caladas para leer el periódico y murmurando automáticamente al entrar el muchacho:
-¡Hola, chiquillo!
¿Cómo está la tía Pascuala?
Pero el terrible pasmarote no tardaba en aislarse en su despacho para preparar lo que luego había de decir al señor juez sobre el papel sellado, y la casa parecía alegrarse con tal desaparición.