II
Llegó a su barraca con la espuerta sin llenar; pero no pudo decir que le había ido mal en su primera expedición.
Aquella churra le quería de veras
desde que supo que era nada menos que hermano de la señorita. Ella misma le llenó el capazo, vaciando todo el basurero de la cocina, sin importarle lo que pudiera murmurar el femater de la casa, un viejo que podía alegar los derechos adquiridos en once años. Nelet le desbancaba, y la buena muchacha, para afirmar su protección, le regaló media cazuela de guisado de la noche anterior y una montaña de mendrugos, que el chico iba tragándose con la calma de un rumiante, pensando que si duraba la buena racha iba a ponerse tan redondo y frescote como el cura de Paiporta.
Pues ¿y Marieta? Le miraba comer
con alegría, como si fuera ella misma la que saboreaba el guisado con hambre atrasada. Hasta quiso que le dieran vino, y apenas le veía hacer un descanso, pasaba revista a todos los de allá, preguntando cómo estaba el ama, si tenían muchos animales, si el padre aún iba por los caminos, si vivía el Negret, aquel perrillo seco, almacén de pulgas, que aullaba como un condenado apenas se acercaban a la barraca, y si la higuera, tan frondosa en verano, soltaba aquella lluvia de lagrimones negros y suaves que caían, ¡chap!, dulcemente en el suelo, despachurrando la miel y el perfume de sus entrañas rojas.
Y después, tras el sustancioso
atracón, llegó para Nelet el momento de los asombros, viendo la colección de muñecas, los vestidos, los sombreros, todos los regalos con que el escribano obsequiaba a su hija. Bien se conocía que ésta era única, que había quedado sin madre casi al nacer y que el viejo don Esteban no tenía otro cariño a que dedicar los buenos cuartos que arañaba en el Juzgado.
Seguía a su Marieta por toda la
casa, admirando las magnificencias que la chiquilla le mostraba con mal cubierta satisfacción de amor propio. El salón le anonadó con sus sillerías del primer tercio de siglo y sus adornos, que evocaban el recuerdo de las almonedas judiciales; pero su admiración trocóse en espanto ante una puerta entornada. Allí dentro trabajaban el papá con sus dos dependientes, y se oía su voz campanuda: "«Providencia que dicta el señor juez...», etc.