Nelet huyó despavorido, pensando que en la maldita ciudad no se ganaba para sustos; la giba de esparto sobre su espalda y atropellando en la desbocada carrera a una vieja que barría tranquilamente su portal.
No era floja la paliza que le
soltarían en casa al verle de vuelta con el capazo vacío, y esta consideración fué lo que le dió valor. Llegaban hasta él los gritos de los otros fematers en las inmediatas calles, agudos, insolentes, como cacareos de gallo, y tímidamente, temblando de que alguien le oyese, murmuró, con voz que parecía el balido de un cordero: «Ama, ¿hiá fem?»
Y así recorrió un par de calles.
-Entra chiquillo, entra.
Era una buena mujer que le hacía
señas, indicándole las barreduras que acababa de amontonar junto a una puerta. Pero ¡qué simpática resultaba aquella mujer! El regalo no era gran cosa: polvo, puntas de cigarro, mondaduras de patatas y hojas de col; el estiércol de una casa pobre. Nelet lo recogió todo con la satisfacción del aventurero que triunfa por primera vez, y siguió adelante, mirando los balcones, los pisos superiores, que él llamaba casas grandes, donde se comía bien, y en las covachas de la cocina había para meter la mano y el codo.
Pero, ¡rediel! (y se rascó la roja frente, llena de arañazos), estaba perdiendo el tiempo. Había olvidado sus relaciones de la ciudad: la casa de Marieta, su hermana de leche, donde había estado algunas veces con su madre.
Y tras indecisiones y rodeos dió por fin con la calle sombría y solitaria, cerca de los Juzgados, y el caserón de húmedo patio, en cuyo piso principal vivía don Esteban el escribano.
Aquella mañana era de desgracias.
En el patio estaba la portera, una bruja que le recibió escoba en mano, faltando poco para que le saludase con dos hisopazos en la cara.
Ella no quería marranos que le
ensuciasen la escalera. Todos los inquilinos tenían su femater. ¡Largo, granuja! ¡Quién sabe si subiría con intención de robar algo!
Y el tímido labradorcillo, retrocediendo ante la iracunda bruja, protestaba con voz débil, repitiendo siempre la misma excusa. Era el hijo de la tía Pascuala, a la que toda Paiporta conocía; el ama de Marieta, ¿no era bastante?
Pero ni el nombre de la tía
Pascuala ni del mismo Espíritu Santo ablandaba a la portera y a su fiera escoba, y Nelet, retrocediendo, se vió en la calle, y allí se quedó como un bobo frente a una pared vieja, arañando los sueltos yesones y espiando con el rabillo del ojo las evoluciones de la vieja. La vió sumirse en el cuchitril de la portería, y cautelosamente entróse en el portal, lo cruzó sin ser visto y subió por la escalera de antiguos azulejos, tirando tímidamente del borlón de estambre que colgaba ante la enorme y conventual puerta del primer piso.