Toda la sangre moruna que el huertano tenía en su atezado cuerpo inflamábase ante aquel don Aureliano, que era casi de su edad y del que no le separaba más que su categoría de señorito.
Nelet, a los dieciséis años, comprendía ya el motivo de que los hombres se cieguen y vayan a presidio.
Lo único que le detenía era la certeza de que don Esteban, el terrible ogro, apreciaba a aquel pisaverde y le irritaría cuanto hiciese en su daño.
Además, se consolaba con la
esperanza de que todas sus rabietas carecían de fundamento. Nada de extraño tenía que el abogadillo buscase a Marieta. ¡Era tan bonita y tan buena! Pero de seguro que ella no le hacía gran caso; Nelet tenía la certeza de esto y también de que la frialdad de su antigua hermana no pasaba de ser una mala racha, un caprichito como los que tenía de niña allá en la barraca, donde tanto le martirizaba con su mal genio.
¡Pues no faltaba más que ella resultase una ingrata con tanto como la amaban allá, en Paiporta, y él sobre todos!
Una mañana entró en la casa encontrando la puerta abierta. La churra no estaba en la cocina. En el despacho leía don Esteban con la nariz casi pegada a unos autos, y en el salón sonaba el monótono tecleo, formando escalas cada vez más perezosas y desmayadas.
Entró con su paso cauteloso de
morisco, que aún hacían más imperceptibles las ligeras alpargatas, y al reflejarse su figura en un espejo como silenciosa aparición. María dió un grito de sorpresa y de miedo.
Allí estaba el maldito abogadillo de los lentes de oro, casi doblado sobre el piano, al lado de María, como si fuese a volver una hoja del cuaderno que ocupaba el atril, pero con la cabeza tan junta a la de la joven que parecía querer devorarla.