Era un jovencillo pálido, rubio, enclenque, con lentes de oro y ademanes nerviosos; un abogado recién salido de la Universidad, que se preparaba con la práctica para ser habilitado de don Esteban, ansiosos de descanso, y que, al fin, acabaría por hacerse dueño del despacho.
¡Y que parase ahí! Esto no lo
decía el pobre femater, pero lo pensaba con la confusión propia de su caletre. Aquel barbilindo, que tenía cinco o seis años más que él, era una espina que llevaba clavada en el corazón.
Deseoso de reconquistar el afecto de la señorita, Nelet multiplicaba sus obsequios con tanta rudeza como buena voluntad.
El jamelgo llegaba muchas veces a Valencia
con los serones llenos de frutas o frescas hortalizas; los campos del camino temblaban al verle venir, temiendo su loca rapiña, su inmoderado afán de obsequiar, sin acordarse que hay dueños en el mundo y guardas que pueden pegar una paliza; pero tanto sacrificio no merecía más que alguna automática sonrisa o un «¡gracias!», como se da a cualquiera, y los regalos iban a la cocina, sin alcanzar otros elogios que los de la churra.
En cambio, sobre la mesa del comedor, o en
el salón, sobre el piano, todas las mañanas veía el pobre Nelet ramos de flores frescas recién traídas del mercado, que María aspiraba con pasión de mujer que despierta, como, si en vez de perfume de jardines, aspirase otro que llegaba más directamente a su corazón.
Eran regalos del tal don Aureliano, de aquel danzarín, para quien resultaba ya estrecho el despacho, y con la pluma tras la oreja y fingiendo mil pretextos, se metía hasta en la cocina sólo por ver un instante a María y cruzar una sonrisa.
¡Y cómo se coloreaba el semblante de ella..., Cristo!