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Habíamos sembrado la confusión en el bando enemigo. Fue sin duda una táctica felizmente empleada. Aquel acontecimiento que nos infundió tanto temor, el Concilio Vaticano II, logramos dominarlo para el uso de nuestros propósitos. Y pudimos sacar bastante rédito de algo que en principio parecía que iba a causarnos un inmenso daño. Pero no fue así. Supimos reaccionar con rapidez y no lo hicimos mal. ¿Saben por qué fue posible? Porque confiamos una vez más en nuestras mejores armas. La mentira y la calumnia nos permitieron sembrar la división, ¡Oh, qué hermosa es la división! Con qué entusiasmo nos ejercitamos en dividir a unos contra otros y a confundir a todos, especialmente a los más simples. Sabíamos que aquel Conciliábulo del Vaticano II estaba dando a luz unos documentos terribles y peligrosísimos, pero supimos neutralizarlos. Feliz invento aquel del ?espíritu del Vaticano II?. ¿Comprenden? No hay nada como una expresión etérea y maleable a la que se le puede dar la forma que uno quiera. Sí, ciertamente fue un gran invento y un ejemplo de estrategia en la lucha. Nuestros servicios de difusión estuvieron a la altura para que se hablase más del consabido ?espíritu del Vaticano II? que de sus pestilentes documentos. Y así, mientras nadie o casi nadie leía los documentos, pudimos desarrollar toda una batería de ?teorías conciliares?. Gracias al ?espíritu del Vaticano II? creamos la idea en una inmensa cantidad de católicos de que la Iglesia había llegado a una etapa de ruptura con el pasado; que nacía una nueva Iglesia que no tenía nada que ver con la anterior; una Iglesia moderna, liberada de toda norma y legalismo; una Iglesia democrática en la que todo se decide por mayoría y donde por lo tanto no hay nada inmutable y donde todo puede cambiar. Logramos difundir la idea contraria de lo que sigue afirmando uno de los más peligrosos documentos del Vaticano II, la Lumen gentium, sobre la infalibilidad del magisterio del que ocupa la sede de Pedro. Sí, nuestros logros fueron muy destacados. Repito: de lo que en principio se nos venía encima como una tremenda pérdida supimos transformarlo en un medio para obtener ganancias y provocar enormes bajas en el enemigo. Todos somos conscientes de que aún ahora estamos viviendo de las rentas de entonces. Conseguimos que los principales agentes enemigos, sacerdotes y religiosos, abandonaran sus puestos y se revelaran. En muchos de los escuadrones enemigos fuimos capaces de producir tantas bajas que prácticamente han desaparecido. El caos ?¡bendito caos!?, y la confusión reinaron durante mucho tiempo. Nos instalamos en los centros donde se forma el enemigo y conseguimos engañarlos enseñándoles a que sirviesen a nuestras estrategias. Conseguimos enfrentar a los mandos más cualificados. Estuvimos a punto de acabar con esa práctica que tanto daño nos ha hecho de la confesión. Sí, aquellos fueron buenos tiempos. Pocos fueron los confesionarios que quedaron en las iglesias. Llegamos a convertir en profetas a colaboradores nuestros de la talla de Marx, de modo que la palabra del enemigo fuera reinterpretada de acuerdo con su teoría atea de la lucha de clases. Podría seguir enumerando la cantidad incontable de éxitos que alcanzamos en aquellos gloriosos días, pero me temo que estaría cayendo con ello precisamente en lo que quiero que todos evitemos: contentarnos de tal modo con los éxitos que pensemos que ya se ha ganado la batalla. Porque si ciertamente conseguimos entonces todas esas metas, la situación parece que se ha estancado por el momento. El polaco ha trabajado como un titán. Se ha dejado guiar por la fuerza enemiga y ha alcanzado victorias donde ya nosotros pensábamos haber vencido hace tiempo. No hemos podido contenerle entre los muros del Vaticano. El muy astuto ha salido gritando a los cuatro vientos con el ánimo juvenil de Juan y el ardor y fogosidad de Pablo. Y su incontenible empuje nos ha hecho retroceder una y otra vez, teniendo que abandonar puestos que ya habíamos conquistado. Como ejemplo de ello baste hacer referencia a lo que aludía hace un momento. Nos parecía que ya habíamos acabado con la supersticiosa práctica de la confesión y, ahí tienen, la gente está volviendo a ella a chorro. Y el polaco ha dejado muy claro lo que él dice al respecto. Ha remachado el tema una y otra vez, en todos los sitios, a todos sus colaboradores más directos, a los sucesores de los Doce. Además documento tras documento ha vuelto a reafirmar lo mismo sin dejar lugar a dudas: el único camino ordinario para alcanzar el perdón de los pecados es el sacramento de la reconciliación recibido de modo individual, oral y privado. Frente a esto, la verdad, la situación se nos hace más que complicada. Hemos sufrido grandes y numerosas derrotas y me temo que no serán las últimas porque se han fortificado firmemente muchas de las plazas que nos han arrebatado. Lo siento, pero hay que reconocerlo. Los hechos son así y no haríamos nada cerrando los ojos a los mismos. Necesitamos de la autocrítica si queremos revertir la situación. Otro de los grandes apuntalamientos del polaco ha sido ese libro gordo que llaman Catecismo de la Iglesia Católica. Es verdad que nuestra campaña para desacreditarlo no estuvo mal y logramos ridiculizarlo y hacer que los medios de comunicación se limitaran a destacar tres o cuatro puntos irrelevantes como los horóscopos y poco más. Pero aún así no logramos evitar su difusión. Y aunque muchos lo compraron pero no lo leyeron sigue siendo un peligro potencial muy grande por su capacidad de clarificación. Tengan en cuenta que ahora, un católico puede sencillamente saber qué es lo que dice y enseña la Iglesia con autoridad simplemente consultando el Catecismo. Nuestro ambiente de confusión en el que habíamos logrado que nadie se pusiera de acuerdo y que cada uno dijera una cosa distinta está seriamente amenazado.

 
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