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Hoy, lleno de un infame y maligno orgullo, al exigirme el deber comparecer ante ustedes para rendir cuentas y hacer balance de las actuaciones llevadas a cabo, así como para dar las principales directrices de cara al futuro, no puedo menos que hacerlo con un hondo y pérfido sentido de satisfacción.

Hay un dicho popular entre los hombres que dice así: hablando se entiende la gente. Tal afirmación es verdad pero con una condición: que la gente quiera entenderse. Por que si no quieren entenderse, por más que hablen hasta el final de los tiempos, yo les aseguro que no se entenderán. Algo que, por supuesto, nosotros procuraremos por todos los medios que no suceda. Y tengo que manifestarles que me congratulo porque, cada vez más, se está dando en el mundo esa agradable situación. No ha sido el menor de nuestros logros el conseguir que la gente se despreocupe tanto por hacerse entender como por comprender a los demás. Estamos haciendo resonar como un estrépito palabras como diálogo y tolerancia, consiguiendo que cada vez sean más quienes lo exigen y menos quienes lo practican. Como digo, hemos conseguido que nadie tenga como pretensión exponer unas ideas o convicciones y que los demás las comprendan, aún cuando no las compartan. No. Afortunadamente nadie, o muy pocos, pretenden ya eso. Lo que se pretende, de modo generalizado, es imponer el criterio propio a los demás a la fuerza. Sí, a la fuerza. Volvemos a los gloriosos tiempos de la brutal violencia. En realidad me parece que, gracias a nuestro odiado padre, nunca los abandonamos. Lo maravilloso del momento presente es que ahora la violencia se ejerce en nombre de la ley y de la democracia y conseguimos de este modo que sea admisible. Incluso algunos ya están afirmando que si la ley lo manda o la democracia lo decide, entonces la violencia no sólo es legítima sino obligada por el bien de la humanidad. Hemos tenido éxito al lograr que los que más calumnian y recriminan a la Iglesia por los añorados hechos de la Inquisición, son los mismos que están instaurando una Nueva Inquisición, desde luego, mucho más injusta y represiva, como todos pretendemos.

El mundo laico, la sociedad laica se ha identificado, gracias a nuestros encomiables esfuerzos, con una ideología laicista que logrará pronto imponerse como pensamiento único y que instaurará sus dogmas que son, por supuesto, infalibles, inmutables e incuestionables. Y todo aquel que no los acepte sin rechistar y con una profunda reverencia verá caer sobre él toda la maquinaria de esta Nueva Inquisición. Por supuesto que nada de hogueras en las plazas (al menos de momento), en primer lugar porque resultaría demasiado vulgar, y en segundo lugar porque podría hacer ver claramente a algunos que se está volviendo a las añoradas actuaciones de tiempos pasados, con el agravante de un contexto y una época histórica que lo hacen del todo inexplicable. Por tanto, nada de ese tipo de hogueras, ni de aparatos llamativos de tortura, que, como todos sabemos, no fueron empleados por la antigua inquisición eclesiástica, sino por los tribunales civiles, pero que nuestro Servicio de Desorientación y Manipulación Histórica ha sabido endosar de modo admirable a la Iglesia Católica. La Nueva Inquisición tiene sus propios procedimientos mucho más refinados, más crueles, injustos y eficaces. ¿Qué más podemos querer, señores?

 
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