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Pero, ¡cuidado! Que hay muchos más enemigos trabajando en la sombra y que por ahora son poco conocidos pero que crecen sin cesar. Ya no es como antes, no es necesario que os lo repita, cuando los ejércitos luchaban a campo descubierto. Ahora el enemigo está empleando la lucha de guerrillas. Sin embargo no es del todo así, pues por desgracia hemos comprobado con asombro que lo que parecía en un principio ser una simple guerrilla se ha convertido de repente en un inmenso ejército en perfecto orden de batalla. El polaco ha sido como un excelente general que ha infundido fuerza a sus debilitados ejércitos reclutando muchos y bravos soldados, organizándolos y arengándolos para que no tengan miedo y se muestren valerosos en el combate. Por tanto, conviene que estemos muy atentos y vigilantes porque el enemigo, señores, es imprevisible y nunca podemos confiar en tener la victoria asegurada.

Y ya que ha salido el gran polaco, será necesario hacer un poco de autocrítica. Señores, no podemos ignorar el daño que nos ha causado Juan Pablo II. Hemos cometido errores respecto a él y hemos de aprender de nuestros errores. En primer lugar hemos subestimado lo que el enemigo es capaz de hacer con un simple hombre cuando le es enteramente fiel. Incluso en cuanto a lo que respecta a la salud física. ¡Cuánto tiempo hemos estado esperando que se muriera de una vez! Hemos creído una y otra vez que ya estaba en las últimas y cifrábamos erróneamente nuestras esperanzas en ese desenlace. Y sin embargo muchos de nuestros agentes infiltrados llegaban a nuestras calderas, mientras el polaco seguía combatiendo con una fuerza inexplicable. Nuestro plan de acabar con él por la vía rápida resultó un rotundo fracaso. No voy a exigir responsabilidades por eso ni a pedir dimisiones. Como saben no lo hice en su momento y no pienso hacerlo ahora. Comprendo que, aunque el plan estaba diseñado hasta el más mínimo detalle, el mal resultado del mismo no se debió a ningún error por nuestra parte. Hay fuerzas contra las que no podemos hacer nada. Y hemos de reconocer que en aquella ocasión una mano apretó el gatillo y otra desvió la bala. Pero por eso mismo les encarezco que no cesen en sus obligaciones y deberes para con los intereses que defiende este Consejo, pues en cualquier momento nuestros beneficios podrían tornarse como pérdidas. Ustedes son tan conscientes como yo de que en no pocas ocasiones hemos estado invirtiendo mucho en algún objetivo y cuando más pensábamos tenerlo en nuestras manos se nos ha revuelto y se nos ha escapado incomprensiblemente. Y no sólo se nos ha escapado sino que ha llegado incluso ha convertirse en un encarnizado y fiero enemigo. Bastará con que les cite un par de casos, pues no estoy autorizado a dar muchos datos concretos por razones fácilmente comprensibles. Piensen en el Doctor Nathanson. No sólo lo perdimos como el rey del aborto sino que ha llegado hasta hacerse bautizar en la Iglesia Católica. Pensábamos que ya era nuestro. Con sus propias manos realizó más de tres mil abortos. Dirigió en Nueva York la clínica más grande del mundo en esta espléndida labor que con tanto empeño fomentamos y que tantos beneficios nos reporta. Y ¿qué ocurrió? Lo que parecía imposible. El enemigo logró abrirle los ojos y que terminara arrepintiéndose, pasándose al bando contrario y siendo ahora un acérrimo defensor de la vida. Podría poner otros muchos ejemplos, pero bastará con un nombre más: Mondadori, el que era un frívolo descreído, dueño de un imperio editorial. También parecía nuestro. Y ¡qué escándalo! A última hora se nos escapa y además públicamente. Ya les digo que reconozco que hay situaciones del todo ajenas a nosotros y de las que se sirve el enemigo para ganar en el último momento lo que con tanto esfuerzo hemos logrado a través de continuas y grandes inversiones. Pero eso no debe servir de excusa sino estimular mucho más nuestra tarea para no darla por concluida hasta el último momento.

El exceso de confianza o el pensar que la batalla ya ha sido ganada es lo que nos ha hecho perder tantas y tantas ocasiones. Tenemos que reconocer que cuando llegó el polaco a la sede de Pedro, gozábamos de unos momentos de euforia por nuestros logros.

 
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