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En los primeros días del mes de septiembre de 1832, un joven, de unos treinta años de edad, remontaba, con aire pensativo y paso rápido, uno de los vallecillos que, arrancando de la gran cordillera de los Vosgos, desembocan en la Lorena. Un río poco caudaloso que, después de serpentear varias leguas, iba a vaciar sus aguas en el Mosa, regaba aquellos parajes agrestes, encerrados entre dos líneas paralelas de montañas. Por el Sur, las laderas de éstas se ensanchaban, perdiendo elevación, acabando por fundirse con la llanura. Riquísimos cañamares disputaban las orillas del agua a las praderas, cuya espesa verdura atestiguaba su fertilidad asombrosa. Más arriba, a lo largo de terraplenes dispuestos en forma de anfiteatros, extensos campos, despojados de sus mieses, iban ganando terreno por todas partes a los primitivos bosques; y en otros lugares, las encinas y los oímos seculares habían sido substituidos por plantaciones de cerezos, cuyas simétricas hileras presagiaban abundantes cosechas de kirschen. Descubríase por todas partes esa lucha de la industria contra la Naturaleza cuya fisonomía se destaca especialmente en los países montañosos. Pero si se penetraba aún más, cambiaba pronto la escena, recuperando el suelo su aspecto natural. A medida que se acercaban las vertientes, rodeando el vallecillo de un cinturón más escabroso, cedían los desmontes ante la resistencia de un terreno más bravío, y acababan por desaparecer un poco más adelante. Desde el pie de los escarpados que bordean con una cinta de granito la meseta superior de las montañas, sucedíanse victoriosos los bosques hasta las orillas del río. Tan pronto eran manchones de arbolado, que semejaban sólidos batallones de infantería, como árboles aislados que parecían sembrados al azar sobre las vertientes, cubiertas de césped, o arraigados en las rocas, cortadas a pico, como una tropa de tiradores intrépidos. Paralelamente al curso de las aguas, corría un estrecho camino, muy poco frecuentado, a juzgar por la escasez de rodadas, el cual, trepando por las lomas, precipitándose por los declives opuestos, y franqueando todos los obstáculos, seguía en su desarrollo una línea casi recta. Hubiera podido comparársele con esos caracteres de temple acerado que se trazan un objetivo en la vida y caminan hacia él imperturbablemente. El río, por el contrario, a semejanza de esos espíritus conciliadores y flexibles que se pliegan fácilmente a los acontecimientos, describía a cada instante airosas curvas, obedeciendo a los caprichos del suelo que le servía de lecho.

 
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