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El forastero no escuchaba a su interlocutor, que proseguía sus amenazas con furor meridional; sus ojos se habían clavado en el castillo, estudiando sus menores detalles, como si abrigase la esperanza de que las piedras pudieran convertirse en cristal para dejarle ver el interior. Pero esta curiosidad, si tenía otro objeto distinto que el detenido examen de la arquitectura del edificio, no pudo ser satisfecha. Ninguna figura humana vino a animar aquel caserón triste, y mudo, como dicen los cuentos árabes que es la ciudad de los adoradores del fuego. Todas sus ventanas permanecían cerradas, como ocurre en los edificios deshabitados. Sólo los lastimeros aullidos de una jauría de perros, presos probablemente en su perrera, interrumpían aquel extraño silencio y respondían con voz quejumbrosa a las amenazas lejanas de la tormenta, cuyos sordos rugidos, repetidos por los ecos, imprimían a esta escena un lúgubre carácter.

-Cuando se habla del lobo, no tarda en presentarse - dijo de repente el obrero con una emoción que desmentía sus recientes bravatas; -si quiere usted ver a ese diablo encarnado de Bergenheim, vuelva la cabeza. Hay que aprovechar la ocasión.

Y dichas estas palabras, franqueó una zanja que había a la derecha del sendero y se internó en el soto. El forastero, por su parte, pareció experimentar una impresión casi semejante al visible terror de Lambernier, cuando, al volver la cara, descubrió un hombre a caballo que avanzaba a todo galope. En lugar de salirle al encuentro, desizóse por el prado que descendía hasta el río y ocultóse detrás de uno de los grupos de árboles de que aquél se hallaba sembrado.

El barón, que no tendría arriba de treinta y tres años, poseía uno de esos rostros enérgicamente bellos, cuyo tipo parece peculiar de las antiguas razas militares. Su cabello de color rubio subido y sus ojos de un tinte azul claro destacábanse vivamente sobre su rostro encarnado; su aspecto era duro, pero noble e imponente, a pesar de la negligencia de sus vestidos, en los que se echaba de ver ese desaliño, en materia de atavío, habitual en los propietarios rurales.

Su talle muy elevado comenzaba a adquirir cierto grado de grosor que aumentaba sus apariencias atléticas. Se tenía derecho sobre la silla y, a juzgar por la manera como oprimía con sus largas piernas el vientre de su montura, adivinábase que, en caso de necesidad, hubiera podido emular las hazañas del mariscal de Sajonia. Detuvo de improviso su caballo en el lugar que acababan de abandonar los dos interlocutores y con una voz capaz de intimidar a un regimiento de coraceros, gritó:

-¡Aquí, Lambernier!

Ante aquel imperativo mandato, vaciló el carpintero un instante entre la emoción de laque no podía defenderse y la vergüenza de huir ante un solo hombre, en presencia de un testigo; a la postre, venció en él este último sentimiento. Volvió sin decir palabra hasta el borde del camino, y allí irguióse insolente ante el barón, con el sombrero calado hasta los ojos y oprimiendo, por precaución, entre sus dedos el palo lleno de nudos que le servia de arma.

-Lambernier -le dijo con acento severo el dueño del castillo,- ayer se le pagó a usted su cuenta; ¿acaso no está conforme con ella? ¿se le adeuda quizá algo más?

-Yo nada le pido -respondió bruscamente el obrero.

 
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