-En ese caso, ¿por qué viene usted a rondar alrededor del castillo, a pesar de mi prohibición ?
-Me encuentro en un camino público, y nadie puede impedirme el tránsito por él.
-Se halla usted en un camino mío y acaba de salir de un bosque de mi pertenencia -replicó el barón, subrayando sus palabras con la energía de un hombre que no está, dispuesto a tolerar los ataques a sus propiedades.
-La tierra que piso es mía -dijo a su vez; el obrero, golpeando el suelo del camino con su palo como si tomara de él posesión.
Este gesto atrajo la atención de Bergenheim, cuyos ojos brillaron de improviso al des, cubrir la rama nudosa que empuñaba su interlocutor.
-¡Tunante! -exclamó,
indignado;- por lo visto, también crees que son tuyos mis árboles. ¿Dónde has cortado esa rama de encina?
-Averígualo tú mismo -respondióle Lambernier con desprecio, volviéndole al mismo tiempo la espalda.
El barón echó pie a tierra
con la mayor sangre fría, dejó las riendas sobre el cuello a su
caballo y se dirigió hacia el obrero, quien, para recibirle, había adoptado la posición de un hombre ducho en la esgrima del garrote; pero, sin. darle tiempo a que descargase el primer golpe y desarmólo con una mano dándole una sacudida capaz de descuajar la encina de donde había sido cortada la rama, asióle con la otra por el cuello y le imprimió un movimiento de rotación, contra el cual era tan difícil luchar, como si hubiese sido producido por una máquina de vapor. Obedeciendo, a pesar de sus coces, a aquella irresistible impulsión, describió Lambernier una docena de círculos en torno de su adversario, en tanto que éste le propinaba al mismo tiempo la más soberana paliza que haya castigado lamas a un insolente. Tan extraño ejercicio gimnástico concluyó con un soberano empujón que, después de obligar al carpintero a dar una postrer pirueta, le hizo rodar al foso de cabeza; suerte que el fondo de éste se hallaba tapizado de un limo blando y espeso. Terminada la corrección, volvió Bergenheim a montar a caballo con la misma tranquilidad que se apeara, y prosiguió su camino hacia el castillo.
Desde el grupo de árboles entre los
que se había ocultado, el joven viajero no había perdido un detalle de esta escena campestre. No pudo menos de experimentar cierta admiración artística hacia aquel enérgico representante de las épocas feudales que, con marcado menosprecio de los juzgados de paz y demás invenciones burguesas, ejercía de aquel modo en sus dominios la justicia sumaria vigente en los países orientales.
-El franco ha zurrado al galo -se dijo sonriendo;- si todos nuestros caballeros poseyesen los puños de hierro de este Bergenheim, sería preciso discutir nuevamente muchas cosas resueltas ya hoy. Si alguna vez tuviera yo que habérmelas con este Milón de Crotona, a buen seguro que río elegirla el pugilato.