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¿Cuál de los dos caminos seguiría? Lo ignoraba. La profunda soledad de aquellos parajes hízole temer la posibilidad de no encontrar nadie que pudiera sacarle de su duda, cuando llegó a sus oídos el rumor de una música arrastrada, que alguien aullaba a lo lejos con vigor. No tardó el canto en hacerse más distinto y pudo distinguir las palabras del salmo In exitu Israel de Ægipto, articuladas a todo pecho por una voz tan aguda, que hubiera producido crispaciones de garganta a todas las tiples de la Opera. Su timbre vibrante, aunque agudo, retumbaba con tal sonoridad en el silencio de la cañada, que, antes que fuese posible descubrir al piadoso músico, había recitado ya éste buen número de versículos. Por fin, a través de los árboles que bordeaban el camino de la derecha, apareció un rebaño de bueyes que caminaban con paso lento y pesado, conducidos por un pastorcillo de nueve o diez años, que interrumpía de vez en cuando sus cánticos para reunir, a latigazos, los miembros de su rebaño, armonizando, de esta suerte, el cuidado de lo temporal con lo espiritual, con un aplomo que hubieran podido envidiar personales mucho más importantes.

-¿Cuál de estos dos caminos conduce a Bergenheim? -le preguntó el caminante cuando le tuvo cerca.

-¡Bergenâheim! -repitió el niño, dando a este nombre una acentuación circunfleja y enfática de que le había despojado ilegalmente la pronunciación parisiense del desconocido; y quitándose reverenciosamente su gorro de colores chillones, añadió algunas palabras en dialecto francoalemán, perfectamente ininteligibles.

-¿Pero no eres francés ?-replicó el forastero algo desanimado.

El pastor levantó con orgullo la cabeza y respondió:

-No, señor- soy alsaciano.

Al escuchar este arranque de patriotismo de campanario, bastante común en la bella provincia renana, sonrió el desconocido; y comprendiendo en seguida que tendría que entenderse con él por medio de señas, mostróle sucesivamente con el dedo ambos caminos, diciéndole:

-¿Allí o allá, Bergenheim?

El niño entonces extendió silenciosamente su látigo en dirección del río, designando a cierta distancia a la orilla opuesta un macizo de bosque detrás del cual se elevaban ligeras columnas de humo.

-¡Demonio! -murmuró el forastero, -debo haberme extraviado; si el castillo está al otro lado, ¿cómo hubiera podido preparar mi emboscada?

El pastor creyó comprender el embarazo en que su interlocutor se encontraba, y levantando, hasta él sus ojos azules, llenos de inteligencia, dibujóle, con la punta del pie, en medio del camino, una línea a través de la cual arrolló su látigo como un arco de puente, mostrándole en seguida de nuevo la parte alta del río.

-Haces honor a tu país, joven pastor -le dijo el desconocido;- se descubre en ti la madera de los pieles rojas de Cooper.

Y diciendo estas palabras, arrojó en el gorro del niño una moneda de plata y se dirigió a grandes pasos hacia el lugar que aquél le indicara.

 
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