El alsaciano permaneció por espacio
de algún tiempo inmóvil, con una mano en sus cabellos rubios y los ojos fijos sobre la moneda de plata que brillaba como una estrella en el fondo de su gorro; y cuando la persona a quien consideraba como el más acabado modelo de una magnificencia inconcebible hubo desaparecido por detrás de los árboles, comenzó por desahogar su alegría descargando sobre el ganado soberbios latigazos y reanudó su interrumpida marcha, cantando con un tono más triunfal todavía: Montes exultaverunt ut arietes, dando él mismo saltos más elevados que todas las colinas y carneros de la Biblia.
El joven no caminó más de
cinco minutos sin comprobar plenamente la exactitud de los datos que le acababan de dar. El terreno que acababa de recorrer durante este corto intervalo era una pradera cubierta de grupos de árboles apiñados; por su forma de cantos casi regulares fácil era colegir que había sido formado de aluviones a expensas de la otra orilla incesantemente socavada por la corriente. Esta especie de península llana y uniforme hallábase cortada en línea recta por el camino que se alejaba de esta suerte del río; en el punto en que se aproximaban de nuevo, como hacen la circunferencia y la cuerda de un arco en su extremidad, se hacían más escasos los árboles dejando ver de pronto una perspectiva que llamaba tanto más la atención cuanto menos podía esperársela.
Mientras se podía seguir con la
vista las sinuosidades del torrente que acababa por desaparecer en las
profundidades de una garganta de la montaña, un nuevo punto de vista abríase bruscamente a la derecha, en la otra orilla. Un segundo vallecillo, más pequeño todavía que el primero y tributario suyo en cierto modo, venia a desembocar en él formando un ángulo agudo, como un torrente que se precipita en un río; en el otro sentido, formaba un anfiteatro cuya cresta se hallaba bordeada por una franja de rocas cortadas a pico, que tenían la blancura del hueso viejo. Sobre esta corona, que lo hacía inaccesible en casi toda su extensión, mostraba el pequeño valle la riqueza de sus pinos siempre verdes, de sus encinas de nudosas ramas y de su césped fresco y matizado de flores. El conjunto, en una palabra, formaba un fondo digno del edificio pintoresco que se destacaba en primer término, y que el desconocido, deteniéndose de repente, púsose a contemplar con grandísimo interés.