En la unión de los dos valles, en
su con. fluencia, por decirlo así, elevábase un vasto edificio, de aspecto medio señorial, medio monástico. En este lugar formaba el río, en una extensión de algunos centenares de pasos; un escarpado cuya pared se hundía verticalmente en el agua; y sobre esta base sólida descansaba el castillo, juntamente con sus dependencias. El cuerpo del edificio principal era un gran paralelogramo de construcción muy antigua, pero que había sido reedificado casi desde los cimientos a comienzos del siglo XVI. Sus piedras, de ese granito grisáceo que
tanto abunda en los Vosgos, surcadas de vetas azules o violáceas, daban a
sus fachadas un aspecto sombrío acrecentado por la rareza de sus
ventanas, cruzadas unas al estilo de Palladio, estrechas otras a modo de
troneras. Un techo inmenso, de telas rojas ennegrecidas por la lluvia,
proyectaba sobre todas las fachadas aleros de varios pies como los que se ven
todavía muchos en las antiguas ciudades del Norte. Gracias a estos
desmesurados aleros, las habitaciones del primer piso hallábanse
resguardadas de los rayos indiscretos del sol, a semejanza de las personas de
vista delicada que, para protegerla contra la luz muy viva, recurren al empleo
de una ancha visera verde.
Desde el lugar donde la descubrió
por primera vez el viajero, presentaba esta morada melancólica su peor
punto de vista. Contemplada desde este lado parecía surgir del río, por estar cimentada sobre su margen, que en este punto tenía por lo menos treinta pies de altura, y esta elevación, sumada a la del edificio, borraba la desproporción del techo y comunicaba al conjunto un aspecto imponente; parecía que la roca formase parte del edificio al cual servía de base, porque las piedras de éste habían adquirido el mismo color que la roca, y habría sido difícil descubrir la sutura de la obra del hombre con la de la Naturaleza, si no hubiera estado indicada por un macizo balcón de hierro que corría a todo lo largo del piso bajo, y desde el cual los habitantes del castillo podían dedicarse al inocente placer de pescar con caña. Dos torrecillas redondas, de techos muy agudos, descansaban sobre los ángulos de esta fachada que se reflejaba en el agua y parecía contemplarse en ella con aire satisfecho.
Una larga avenida de plátanos, que
partían del pie de este gótico edificio, bordeaba el río y formaba el lindero de un parque que se extendía por ambos valles. Un puentecillo de madera enlazaba con esta especie de avenida el camino que el viajero tenía que recorrer; pero éste no pareció dispuesto a aceptar esta muda invitación, que anchas gotas de lluvia, que empezaban a caer, avaloraban. La contemplación a que se hallaba entregado absorbíale de tal modo que fue preciso para arrancarle de ella la brusca interpelación de una voz ruda que pronunció detrás de él estas palabras:
-Ese edificio es lo que llamo yo un castillo feo; no puede compararse con nuestras quintas de Marsella.