La tempestad largo tiempo contenida
desencadenóse por fin con gran furia. Un obscuro telón
cubrió el valle entero y la lluvia cayó sobre el torrente como un torrente nuevo. El barón volvió a poner su caballo al galope, atravesó el puente, siguió por la avenida de los plátanos y no tardó. en desaparecer. Sin ocuparse de las imprecaciones de Lambernier, quien, en el fondo del foso se hundía cada vez más en fango, gruñendo como un jabalí en su guarida, corrió el desconocido a buscar abrigo menos ilusorio que el de los árboles bajo los cuales se había refugiado; pero, en aquel preciso momento, un suceso inesperado atrajo su atención hacia el castillo. Una ventana, o, por mejor decir, una puerta vidriera que daba al balcón, acababa de abrirse, y una joven con peinador rosa lució sobre la negra fachada. Imposible imaginar nada más fresco y suave que aquella aparición en semejantes momentos. Apoyando sus codos sobre la balaustrada, la moderna castellana sostuvo sobre una de sus manos, blanca como una azucena, su rostro, cuyo óvalo recordaba, por su perfección, el de la Palas de Vellétri, y sus dedos arreglaron maquinalmente los rizos de sus cabellos castaños que rodeaban su frente, en tanto que sus grandes ojos obscuros interrogaban en el fondo de las nubes a los relámpagos, con los cuales competían en esplendor. Un poeta hubiera creído ver en ella a Miranda evocada por la tempestad.
Al verla, el desconocido apartó las
ramas que lo cubrían; pero en el mismo instante cegó sus ojos un terrible resplandor que iluminó todo el valle, seguido inmediatamente de un estrépito infernal. Cuando los volvió a abrir, el castillo, que creyó sepultado en el río, permanecía de pie, firme y sombrío como antes; pero la dama del peinador rosa había desaparecido.
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