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El desconocido volvióse con rapidez y encontrose frente a frente a un hombre tocado con sombrero gris, que llevaba la chaqueta echada sobre el hombro derecho, como es costumbre entre los obreros del Mediodía de Francia, y se apoyaba en un palo nudoso, recientemente cortado. Este nuevo personaje tenía la piel de color de badana, facciones duras y ojos hundidos en sus órbitas, todo lo cual comunicaba a su rostro una terrible expresión de perversidad y falsía.

-He dicho un castillo muy feo -repitió;- por lo demás, el pájaro es muy digno de la jaula.

-¿Parece que no es el dueño santo de su devoción? -preguntóle el caminante.

-¡El dueño! -repitió el obrero levantando con mano crispada el palo en son de amenaza.

-¡El señor barón de Bergenheim, como le llaman! El es rico y es noble, y yo soy sólo un pobre carpintero; pero, a pesar de esto, si permanece usted aquí unos días, tendrá ocasión de presenciar una ceremonia extraña: haré morder el polvo a ese bandido.

-¡Bandido! -exclamó el forastero con sorpresa. -¿Qué le ha hecho a usted?

-¡Sí, bandido! puede usted decirselo en su cara de mi parte. Pero, a propósito -continuó el obrero examinando a su interlocutor de la cabeza a los pies, con aire escrutador y recelos -¿es usted, por casualidad, el carpintero que se espera de Estrasburgo? Si es así, tengo que decirle dos palabras. Lambernier no tolera que nadie le robe el pan en sus barbas, ¿me entiende usted?

El joven pareció sobrecogido por esta provocación.

-Yo no soy carpintero -respondióle,- ni me inspira apetito su pan.

-En efecto, no tiene usted trazas de haber manejado el cepillo con frecuencia. Al parecer, su oficio no deteriora las manos. Tan obrero es usted como yo Papa.

Esta observación hizo experimentar al forastero, la misma contrariedad que el escritor que descubre una falta gramatical en cualquiera de sus obras.

-¿De manera que trabaja usted en el castillo? -dijo procurando cambiar el curso de la conversación.

-Hace seis meses que me halló en esta barraca - respondió Lambernier; - yo soy quien ha esculpido las nuevas ensambladuras de madera y a fe que puedo jactarme de que son un trabajo esmerado. Esto no obstante, ese gran jabalí de Bergenheim me ha puesto ayer en la calle, como si se tratase de un perro.

-Tendría, sin duda, para ello sus razones.

-¡Ya le daré yo, razones!... ¡razones! ¡majaderías! Han dicho que me entendía con la doncella de la señora y que disputaba con los criados, que son una pandilla de holgazanes. Me han prohibido que ponga los pies en sus dominios; estoy en mis terrenos; que venga a echarme de aquí; que venga, si se atreve, que ya verá como lo recibo. Mire usted este garrote; acabo de cortarlo en su bosque con la intención de rompérselo en el cráneo.

 
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