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El joven que caminaba solo, a través de este país pintoresco, no tenía, a primera vista, nada en su indumentaria que llamase la atención: un sombrero de paja de anchas alas, una blusa azul y un pantalón de cutí componían su traje exterior. Con razón se le habría, pues, tomado por un campesino alsaciano que regresaba a su aldea a través de los rudos senderos de los Vosgos; pero un examen más atento pronto desvanecía esta conjetura. Hay en la manera de llevar el vestido más sencillo una porción de detalles que delatan infaliblemente la condición real del hombre, cualquiera que haya sido la apariencia exterior con que se la haya revestido. Por eso, aunque no podía darse nada más modesto que la blusa del viajero, la ausencia, sin embargo, en el cuello y en las mangas de los arabescos bordados en hilo blanco o rojo, que constituyen el orgullo de los elegantes de la aldea, bastaban para hacer adivinar que era aquello un atavío caprichoso. No era preciso poseer la ingeniosa perspicacia de Zadig para descubrir que no existía la menor semejanza entre el caminar vivo y rápido del desconocido y los pasos gigantescos a que los montañeses están acostumbrados. Su rostro, expresivo sin ser bello, era moreno, en verdad, pero no parecía que el sol se lo hubiese tostado; por el contrario, diríase más bien que los trabajos de una vida sedentaria habíanle robado su hermoso color encarnado, cubriendo su semblante de mate y uniforme palidez. En fin, si, como se podía suponer por los diversos diagnósticos, sentía cierta afición al incógnito, cierto deseo de representar el papel de Tyrcis o de Amintas, la blancura de sus manos, tan cuidadas como las de una damisela, hubieran bastado para delatarle como Condorcet. Era evidente ¡cosa rara! que el hombre era superior a su hábito. Esta vez era la oreja del león la que asomaba a través de la piel del asno.

Eran las tres de la tarde; el cielo, ya cubierto durante la mañana, había adquirido recientemente un aspecto más sombrío; gruesas nubes corrían con rapidez de Sur a Norte, empujadas las unas sobre las otras por un viento de mal augurio. El viajero, que acababa de penetrar en la parte más agreste de la cañada, parecía poco dispuesto a admirar su bella vegetación y sus lugares poéticos. Impaciente por llegar al término de su viaje, o temeroso de ser alcanzado por la tempestad que se preparaba, apretó cuanto le fue posible el paso. Pero pronto apagáronse sus ímpetus. Al cabo de algunos minutos después de atravesar un claro del bosque, encontróse al principio de una explanada cubierta de césped, donde se dividía en dos brazos el camino, uno de los cuales seguía rasando las orillas del río, en tanto que el otro, más ancho y mejor construido, internábase hacia la izquierda por un tortuoso barranco.

 
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