El alcalde se quedó mudo y los consejeros se quedaron
duros como estacas. Incapaces de dar un paso o de gritarles a los chicos que
pasaban saltando alegremente, sólo podían seguir con los ojos a
esa multitud gozosa que perseguía al Flautista. Pero ¡qué
angustia sintió el alcalde y cómo palpitaron los corazones de los
consejeros cuando el Flautista se desvió de la calle principal y se
dirigió hacia el Weser, que les saldría al paso a sus hijos y sus
hijas!
Sin embargo, el Flautista cambió de rumbo y, en lugar de
dirigirse hacia el sur, se dirigió hacia el oeste y rumbeó hacia
la colina de Koppelberg, con los chicos siempre pegados a la espalda. Todos se
sintieron aliviados.
-Nunca podrá atravesar ese pico. Tendrá que dejar
de tocar y nuestros hijos se detendrán.
Pero sucedió que, al llegar al pie de la montaña,
se abrió de par en par un portal maravilloso, como si de pronto hubiese
surgido una caverna. El Flautista avanzó y los niños lo siguieron.
Y cuando habían entrado todos, hasta el último, la puerta se
cerró de golpe.