El Flautista cambió de cara y gritó:
-No acepto regateos y, además, estoy muy apurado.
Prometí estar en Bagdad para la hora de la cena: tengo que probar la
primicia de un guiso del cocinero en jefe, un hombre muy rico, que está
agradecido de que haya exterminado los escorpiones de la cocina del califa. No
regateé con él y no voy a ceder ni un centavo con ustedes.
Además, tengan en cuenta que tengo otro modo de tocar la flauta para la
gente que me pone furioso.
-¿Cómo dice? -gritó el alcalde-.
¿Cree usted que puedo permitir que me trate peor que a un cocinero?
¿Que me insulte un asqueroso haragán, un flautista vagabundo
vestido de todos colores? ¿Es eso una amenaza? Adelante, entonces, y
sople su flauta hasta reventar.
El Flautista salió una vez más a la calle y una
vez más acercó a sus labios la larga flauta de caña lisa y
recta. Y antes de que hubiese sonado la tercera de esas notas dulces y suaves
como no había emitido hasta entonces ningún músico en el
mundo, se oyó un murmullo de bullicio, de muchedumbres alegres que se
empujaban y se atropellaban, piecitos que pataleaban y zuecos que golpeteaban,
manitos que aplaudían y lengüitas que parloteaban y, como las aves
del corral cuando les tiran el alpiste, salieron corriendo los chicos. Todos los
chicos y las chicas de mejillas sonrosadas y rulos rubios, de ojos brillantes y
dientes de perlas, tropezándose y brincando corrían en pos de la
música maravillosa entre gritos y carcajadas.