Entonces hizo su entrada el tipo más raro que pueda uno
imaginar, con un extravagante abrigo que lo cubría de pies a cabeza,
mitad amarillo y mitad rojo. Era un hombre alto y muy delgado, con ojos azules y
penetrantes, chiquitos como dos alfileres, cabellos claros y lacios pero tez
morena, sin bozo en las mejillas ni barba en el mentón pero con muchas
sonrisas en tos labios.
Nadie imaginaba quién era ni de dónde
venía y todos contemplaban absortos al hombre altísimo y su
extraño atavío.
Uno dijo:
-Es como si mi tatarabuelo hubiese vuelto de la tumba al
oír las trompetas del día del Juicio.
El hombre avanzó hasta la mesa de deliberaciones y
dijo:
-Con su permiso, honorables. Por obra de un poder secreto,
estoy en condiciones de hacer que me sigan todas las criaturas vivientes, las
que se arrastran, las que nadan, las que vuelan y las que corren. Suelo utilizar
mi poder sobre los bichos perjudiciales al hombre, como los topos, los sapos,
los tritones y las víboras. La gente me llama el Flautista.