Tendrían que haber escuchado a los pobladores de Hamelin
haciendo repicar las campanas hasta doblar los campanarios.
-¡Vamos! -gritaba el alcalde-. ¡Agarren palos
largos y arranquen los nidos; tapen los agujeros! ¡Consulten con
carpinteros y albañiles y no dejen ni rastros de las ratas en el
pueblo!
De pronto asomó la cara del Flautista en el mercado y se
oyó:
-¡Primero páguenme mis mil florines, por
favor!
¡Mil florines! El alcalde se puso verde y también,
los miembros de la Corporación. Las cenas del Concejo hacían
estragos con las reservas de Clarete, de Mosela, de Vinde-Grave y de vino del
Rin, y la mitad de ese dinero bastaría para volver a llenar con vino el
tonel más grande de la bodega. ¿Cómo iban a pagarle esa
suma a un vagabundo vestido de amarillo y rojo, como un gitano?
-Además -dijo el alcalde con un guiño malicioso-,
fue obra del río. Todos vimos con nuestros propios ojos cómo se
hundían las ratas. Y lo que está muerto no resucita, según
creo. Así que, amigo, no somos gente que vaya a negarle un vaso de vino
ni tampoco algún dinerito, pero en cuanto a los florines, lo que dijimos
lo dijimos en broma. Por otra parte, hay que tener en cuenta que sufrimos graves
pérdidas y que debemos ahorrar. ¡Mil florines! ¡Por favor!
Conténtese con cincuenta.