El alcalde mandó mensajeros hacia los cuatro puntos
cardinales para ofrecerle al Flautista, donde quiera que se lo hallase, todo el
oro y toda la plata que pidiera si regresaba como se había ido y
traía con él a los niños. Pero cuando vieron que todo era
en vano y que el Flautista y los niños que bailoteaban a sus espaldas se
habían ido para siempre, lanzaron un decreto por el cual los abogados
debían fechar sus documentos según esta fórmula: "A
tantos años, meses y días de lo que sucedió aquí el
27 de julio de 1366". Y para no olvidarse jamás de la calle por
donde habían desaparecido los niños la llamaron Calle del
Flautista y cualquiera que pasase por ella tocando la flauta o el tamboril
podía estar seguro de que no volvería a encontrar trabajo en
Hamelin. Tampoco permitieron que ninguna hostería ni ninguna taberna
perturbase con el bullicio una calle tan solemne. Y frente al lugar en que se
había abierto la caverna levantaron una columna y en ella escribieron
esta historia y también la pintaron en el gran vitral de la iglesia, para
que el mundo se enterase de que les hablan robado sus hijos. Todavía hoy
están allí esos recuerdos.
Me olvidaba de mencionar que en Transilvania hay una tribu de
gente muy especial que asegura que las ropas tan extrañas que usa, y que
tanto llaman la atención de sus vecinos, son una herencia de sus
antepasados, surgidos de una prisión subterránea en la que se los
había sepultado hacía largo tiempo después de haberlos
arrebatado del pueblito de Hamelin, en el condado de Brunswick, sin que supieran
decir cómo o por qué.
Así que, Guille, saldemos nuestras deudas con todos los
hombres... ¡sobre todo con los flautistas! Y sí llegan a liberarnos
con su música de ratas o de ratones cumplamos nuestra promesa y
paguémosles lo que hayamos convenido.