Ratas grandes, ratas chicas, ratas enclenques, ratas robustas,
ratas marrones, ratas grises, ratas negras, ratas rubias, viejas ratas solemnes
y rengas, ratitas alegres y juguetonas, padres, madres, tías, primos,
colas en alto y bigotes en punta, decenas y docenas de familias, hermanos,
hermanas. esposas y esposos, todas detrás del Flautista.
El Flautista tocaba y caminaba y las ratas lo seguían
bailoteando, hasta que llegaron a orillas del Weser, donde todas se zambulleron
y murieron.
Todas salvo una, intrépida como Julio César, que
atravesó el río a nado y vivió para llevar sus Comentarios
al País de las Ratas, tan cuidadosa como el conquistador romano de
preservar el manuscrito. Su historia decía así:
"En cuanto sonaron las primeras notas agudas en la flauta,
me pareció oír que cortaban lebrillo, que colocaban manzanas,
maravillosamente maduras, en la prensa de hacer sidra, que corrían
barriles de embutidos, que dejaban entreabiertos armarios con conservas y que
quitaban los corchos a los frascos de aceite, que hacían saltar los
flejes de los toneles de manteca. Era como si una voz (más dulce que el
arpa o el salterio) gritase: "¡Alégrense, ratas! El mundo se
convirtió en una enorme despensa. Así que masquen, tasquen,
desayunen, almuercen, merienden y cenen." Y cuando me pareció ver un
gran barril de azúcar, ya abierto, brillante como el sol, a pocos
centímetros de mis narices, como diciéndome: "Ven a
perforarme", me encontré revolcándome en el Weser".