Y sólo entonces notaron que alrededor del cuello
tenía una banda roja y amarilla (para hacer juego con el saco), de cuyo
extremo colgaba una flauta. También notaron que los dedos se le
escapaban, como si estuvieran ansiosos por tocar esa flauta que se bamboleaba
sobre el anticuado traje.
-A pesar de ser sólo un pobre flautista -dijo-, en junio
pasado liberé al Chan de Tartaria de unas gigantescas nubes de mosquitos
y en Asia le quité de encima a Nizam una ola monstruosa de
murciélagos vampiros. Y en cuanto a lo que les preocupa a ustedes
¿me darían mil florines si libero a la ciudad de las ratas?
-¿Mil? ¡Cincuenta mil! -exclamaron sorprendidos el
alcalde y la Corporación.
Entonces el Flautista salió a la calle, algo sonriente,
como si supiese qué magia dormía en su flauta, y, como un
músico experto, frunció los labios para soplar el instrumento. Los
ojos despedían destellos azules y verdes, como cuando se arroja sal sobre
la llama de una vela. Y antes de que la flauta hubiese emitido tres notas
agudas, se oyó algo que recordaba un ejército en marcha. El
murmullo se convirtió en gruñido, el gruñido en rugido y
las ratas comenzaron a precipitarse atropelladamente a la calle.