Partimos a las 8.3o de la noche, Jiliberto, Vicente y yo, pero dejamos atrás a los animales. En el empinado corredor por el cual de iniciamos el escalamiento, la luna dibujaba vivos contrastes de luz y sombras. Hacia las 10.30 entramos en el Portezuelo de los Penitentes y permanecimos veinte minutos en esa altura. Al igual que conquistadores quedamos allí en medio de la noche silenciosa, tratando de penetrar con la mirada las tinieblas, atravesadas por rayos de plata. El Aconcagua se erguía misterioso y gris ceniza, la nieve perpetua se extendía en una vasta superficie blanca y brillante.
Descendimos, cruzamos el espejo de hielo de la laguna, trepamos la pendiente nevada y pronto empezamos a caminar sobre nieves vírgenes, sobre las cuales la luna proyectaba por vez primera la sombra de figuras humanas. No era factible seguir las línea más corta en el cruce, porque la interrumpían lugares escapados. Antes bien, describimos una curva hacia la derecha, hacia a el origen del alto valle andino. La nieve perpetua conservaba en toda su anchura, el estado reconocido en la zona marginal. Los pequeños filetes de hielo se alzaban, como las tablitas de una celosía depositada en el suelo y obstaculizaban en gran medida la marcha. En cambio, no tuvimos que padecer por causa de la nieve, un factor que no sólo ahorró fatigas sino también preocupaciones, pues no tuvimos que caminar por la profunda nieve pulverulenta, ni temer hundirnos en grietas cubiertas.
No íbamos atados con cuerdas. Cada uno marchaba a su antojo y el que cayere, caería. Poco después de medianoche nos encontramos a igual distancia de ambas orillas. La distancia más corta podría haber sido de tres kilómetros y medio. En medio de la centellante superficie de hielo, a nuestra izquierda, se abría el valle, cuyo origen atravesábamos, y desaparecía hacia un escalón más profundo invisible a nuestros ojos. Muy cerca, a mano derecha, el terreno ascendía abruptamente hacia la cadena de ventisqueros que cierra el círculo y tiene su origen en el Aconcagua.
La extraordinaria claridad de la noche de luna contribuía a realzar la impresión fantasmagórica del paisaje. jamás me había parecido tan brillante la faz de nuestro satélite y sin duda pocos mortales la vieron brillar más. ¡Muy comprensible! Todos saben que los paisajes nevados resplandecen con mayor intensidad, pero ignoran que ocurre así en latitudes subtropicales y a 5.000 - 6.000 m sobre el nivel del mar, donde la luz extraterrestre conserva una intensidad acrecentada.
Por supuesto, allí donde no había nieve o donde el paisaje aparecía sumergido en sombras, el contraste creaba para la vista deslumbrada la sensación de una gran oscuridad y ello en el Aconcagua mismo, cuya mole parecía cada vez más cercana y más inmensa y nos privaba progresivamente de la visión de conjunto.
A la 1 hora 50 minutos de la noche del 2o al 21 de febrero hollamos su base por primera vez. El paso de las nieves perpetuas hacia la falda de la montaña se realizó sin grandes dificultades. Vale la pena destacar que esto se debió a que las nieves perpetuas, precisamente en el lugar donde bordean una cadena sobresaliente, suele henderse y forma una grieta que rodea al macizo como el foso de una fortaleza. A nosotros no nos cabía otra misión que escalar uno de los escarpados bordes cubiertos de nieve y seguidamente pusimos pie en la roca firme.