Eranse que se eran dos generales, los cuales, debido a su
ligereza de cascos, por arte de birlibirloque y de mi voluntad soberana, se
encontraron de pronto en una isla deshabitada.
Los dos generales se habían pasado la vida metidos en
una oficina militar; allí se habían criado y educado, allí
habían envejecido, y, por consiguiente, nada habían aprendido. Ni
siquiera sabían palabra alguna, a excepción de la fórmula:
"Reciba el testimonio de mi profundo respeto y de mi consideración
personal más distinguida."
La oficina fue suprimida por innecesaria, y a los dos generales
se les dio el retiro. Al quedar fuera de la plantilla, se instalaron los dos en
Petersburgo, en distintas viviendas de la calle Podiácheskaia; cada uno
tenía su cocinera y recibía una pensión. Pero, de pronto,
se encontraron en una isla deshabitada; se despertaron y vieron que ambos
yacían bajo una misma manta. Como es natural, en un principio, no se
dieron cuenta de nada, y empezaron a hablar como si nada les hubiera
acontecido.
-Hoy he tenido, Excelencia, un sueño raro. He
soñado que vivía en una isla deshabitada...
Dichas estas palabras, de pronto, ¡qué salto dio!
El otro general también se levantó de un brinco.
-¡Dios mío! ¿Pero qué es esto?
¿Dónde estamos? -gritaron ambos con alterada voz.